El régimen de Bachar el Asad ha caído. Los rebeldes han tomado la capital de Siria, Damasco. El cortafuegos que impuso Rusia a la primavera árabe hace 13 años se ha apagado y uno de los mayores aliados de Putin en la región ha abandonado su país.
La guerra civil de Siria comenzó en 2011. La primavera árabe cambió el tablero en el mundo árabe. Cayó Gaddafi, en Libia; cayó Mubarak, en Egipto; cayó Ben Alí, en Túnez. Siria aguantó. Un régimen que por entonces acumulaba más de 50 años, con Bachar el Asad en el poder desde el año 2000, y tras 50 años de poder de Baaz.
Esta formación, en muchos aspectos occidentalista, teóricamente de una izquierda moderada, era la misma que mantenía en el poder en Irak hasta 2004 a Saddam Husein en Irak. El socialismo árabe que contenía el islamismo ultra, que se aferraba al poder con un totatlitarismo sangriento, prometiendo continuar una senda nacionalista frente a las injerencias occidentales.
Pero de aquello quedaba poco cuando el pueblo sirio reclamaba la salida del poder de Asad. El Estado Islámico trató de fortalecer el frente sirio apoyando a los rebeldes. Occidente asistió primero en favor de la caída del presidente sirio. Pero Rusia mantuvo su apoyo al régimen. Porque en algunas cuestiones se mantenía como títere de Moscú, porque Siria tenía una importante deuda económica con Siria, y porque el propio régimen entendió que si no era con el apoyo de Rusia, caería como lo habían hecho tantos gobiernos autoritarios del entorno.
Pero en una ofensiva de los rebeldes en menos de dos semanas han logrado imponerse sobre las fuerzas gubernamentales. Irán, otro aliado sirio, y Rusia, el histórico apoyo, está en sus propias batallas. En el caso de Rusia, la batalla en Ucrania no avanza y desgasta sus fuerzas. Irán, por su parte, está muy vigilada por el conflicto con Israel.
Y en la geopolítica actual, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca de nuevo en enero de 2025 parece abrir nuevos escenarios. El principio bajo el que parece que se regirá Estados Unidos los próximos cuatro años es el de no intervenir salvo cuando sus intereses estén en juego en el corto plazo. Es decir, mientras no toquen sus bienes o a ciudadanos norteamericanos, Trump dejará que el mundo haga y deshaga.
Ese principio regirá en el conflicto con Ucrania. En campaña, Trump, que admira a Putin sin rubor, ya dijo que alcanzaría un acuerdo para el fin de la guerra ucraniana. Y ese final solo pasa por retirar el apoyo a los ucranianos permitiendo a Putin mantener las regiones que hace dos años y medio invadió, el Dombás y sus alrededores, con Donetsk ya de facto bajo control ruso.
En ese contexto, está por ver qué ocurre ahora. Si los vencedores en esta guerra acaban con el régimen anterior con sangre, imponiendo un nuevo sistema, que podría ser de corte ultra. Por otro lado, altos cargos sirios, que han ordenado a su ejército entregar las armas, podrían aún tener un papel importante si convencen a los vencedores de pactar una salida democrática e iniciar una transición.
Pero es difícil. Porque en multitud de ocasiones se ha denunciado el presunto uso de armas químicas contra la población por parte del régimen. Son más de 600.000 muertos en total, unos 100.000 de ellos civiles, millones de desplazados, millones de heridos... El odio tras un conflicto tan largo es mutuo. Aparte, la oposición va desde demócratas hasta yihadistas. Además, confluyen intereses de potencias como Rusia, Irán, Turquía, la Unión Europea... Y todo está contagiado por otros conflictos como Palestina o Ucrania. Una salida democrática sería lo ideal. Pero pocas veces se cumplen estos deseos.


