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¿Cómo se produce y en qué se diferencian? 'Fuego y Sal' te lo cuenta.

Para apreciar la singularidad de un producto hay que entender qué se está consumiendo, ya que gusto y razón permanecen íntimamente asociados en nuestra mente. Con esta serie de artículos arrancamos desde Fuego y Sal un proyecto de divulgación de la gastronomía andaluza con el que pretendemos resaltar las características de los productos de la tierra, sus virtudes y diferencias respecto de otros similares de otras regiones. Porque detrás de cada producto se esconden infinidad de horas de pensamiento y desarrollo de sus creadores y cada vez es más necesario informarse antes de consumir.

Pero comencemos por el principio. ¿Qué es el vino? ¿Cómo se produce y en qué se diferencian los diversos tipos que se encuentran en el mercado?

El vino es una bebida que se obtiene mediante la fermentación alcohólica de zumo de uva, también denominado mosto, que transforma la composición bioquímica de partida. Debido a este origen frutal, las diferentes variedades de vino podrán recordar en diferente medida a esos zumos de uva de los que proceden y siempre son bebidas totalmente vegetales que, consumidas con moderación, proporcionan beneficios tanto al paladar como a la salud. Por otro lado, el tratamiento que de este mosto haga el enólogo, producirá una extensa gama de productos con los que deleitarnos en cualquier ocasión, porque hay un vino para cada momento.

El mosto es el producto de la prensa de las bayas, un caldo muy rico en azúcares que puede contener otros elementos de la uva como la piel o las semillas. En el marco de Jerez y algunas otras zonas de Andalucía, también se denomina mosto al primer vino, que se suele consumir en ventas y viñas a partir del mes de noviembre, con un grado alcohólico de unos 12 grados.

Los mostos pueden macerarse con la piel y las pepitas de las bayas, los llamados hollejos, de los que adquieren su característico color los vinos tintos. Si durante la prensa se retiran todos estos residuos sólidos, la vinificación se dice en blanco, caso del jerez o el champagne.

La fermentación alcohólica es un proceso biológico efectuado por microorganismos, principalmente levaduras del género Saccharomyces, que, mediante su metabolismo, transforman los azúcares del mosto en alcohol etílico. En definitiva, en ausencia de aire, las levaduras consumen la fructosa de la uva para producir ATP, la molécula básica dadora de energía en el resto de procesos celulares, al tiempo que liberan dióxido de carbono (CO2) en forma de gas y etanol, también denominado alcohol etílico. El dióxido de carbono gaseoso es uno de los resultados más reconocibles de los procesos fermentativos, bien en forma de burbujas en productos líquidos como la cerveza o el vino, bien en forma de masas esponjosas en productos sólidos como el pan o el queso.

La fermentación se detiene por diferentes causas. El propio alcohol es tóxico para los microorganismos, así que al enriquecerse el caldo en etílico la reacción se va deteniendo de manera natural. Otros limitadores son la acidez, la presencia de aire, la concentración de los azúcares o la propia temperatura, ya que la fermentación es un proceso que desprende mucha energía y ésta es dañina para las levaduras por encima de los 55ºC. Estos factores son tenidos en cuenta por los enólogos para detener la fermentación en el punto exacto que interesa a los requerimientos de cada tipo de vino.

El grado alcohólico generalmente se mide en porcentaje en volumen. Una fermentación natural de uva no da más allá de 15%. Las graduaciones inferiores se deben principalmente a mostos pobres en azúcares y las graduaciones superiores al encabezamiento, es decir, el enriquecimiento con alcohol vínico procedente de la destilación de otros vinos.

Después de la fermentación, el vino se almacena en una bodega en un tonel adecuado a su variedad donde evoluciona a criterio del enólogo. Por lo general, los vinos tintos requieren barricas nuevas de roble, ya que su madera proporciona ciertos aportes de oxígeno y permite que los taninos se redondeen y el vino adquiera aromas a vainilla, torrefacto, coco, chocolate o caramelo entre otros. En compensación, la guarda en botella, un recinto cerrado y ausente de oxígeno, permite suavizar el vino y afinar los aportes de la barrica. En el caso de los tintos, los vinos jóvenes o del año apenas pasan por barrica y deben beberse en el año, suelen ser vinos afrutados, frescos y de cuerpo liviano. Los vinos de crianza han envejecido al menos 24 meses, pasando un mínimo de 6 meses en barrica y el resto en botella, lo que les permite resaltar la tipicidad varietal de la uva, los aromas primarios y la fruta con un cuerpo más potente que los jóvenes, el color es más intenso así como las riqueza en taninos. Los tintos reserva envejecen un mínimo de 36 meses, 12 de ellos en barrica, y pueden ser consumidos hasta 10 años después. Los tintos gran reserva son los que envejecen 18 meses en barrica y 42 en botella, suelen proceder de cosechas excepcionales que le permiten evolucionar durante tanto tiempo y consumirse hasta 15 años más tarde. Estas calidades permiten resultados mucho más complejos e interesantes que los vinos de crianza, aromas terciarios de agradable y largo final que hacen de cada vino un producto único.

Los vinos blancos son aquellos que fermentan sin hollejos, es decir, sin semillas o pieles del fruto que puedan aportar coloración y ciertos sabores al vino. Por lo tanto, son vinos procedentes del zumo de la uva, ya sea blanca o con alguna coloración, sin la presencia de otros componentes. Los vinos blancos también son susceptibles de sufrir diferentes procesos de envejecimiento que variarán según la zona de producción y el tipo de uva de partida, como ocurre con los vinos de Jerez.

Los vinos rosados poseen la tonalidad de los tintos pero menos intensa y pueden ser producidos por estar en contacto con los hollejos menos tiempo que un vino tinto; por sangrado o retirada de una porción de vino destinada a vino tinto antes de que se intensifique; o por mezcla de un blanco con un tinto, aunque esto es infrecuente y poco aconsejable.

Los vinos espumosos son aquellos que poseen gas disuelto, producido por una segunda fermentación en la botella ya cerrada. Generalmente esta segunda fermentación se logra añadiendo azúcar al vino, y no debe confundirse con los vinos gasificados, a los que se le añade gas carbónico como a los refrescos de soda.

Como puede comprobarse, el mundo del vino es complejo y muy diverso, ya que a cada tipo habrá que añadir las singularidades de las zonas productoras, las variedades de uva, los procesos, etc. Un tema apasionante que iremos desarrollando en próximos artículos y con los que animamos a visitar las bodegas, conocer el entorno que da a luz cada vino y atreverse a probarlo en su contexto gastronómico.

 

Saulo Ruiz Moreno

Sobre el autor:

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María Luisa Parra

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