En mi búsqueda del mollete perfecto —apúntense los de la venta Adolfo (junto a la Emita de Guía) y el mesón Los Claveles (en el lugar que ocupaban los Hermanos Carrasco antes de mudarse a la avenida Caballero Bonald)— esta semana ha habido paréntesis. Me pedía el cuerpo un desayuno contundente y eso en Jerez tiene nombre propio desde hace décadas: la venta El Pollo. Aunque tienen también una nave que adquirieron en el polígono El Portal, casi llegando a la rotonda donde está la depuradora, preferí llegarme a la venta original, la que está pasada la barriada rural camino de la antigua carretera hacia El Puerto.

La explanada anexa está llena de coches. Es lunes festivo y el aspecto abarrotado de los salones de la venta es el de un domingo cualquiera. Entramos por la pequeña puerta que da a la carretera. Nos recibe la vieja barra de siempre. Está colmada de vasos de café de los largos, platos con restos de tostadas de pan de campo, copas de anís y terrinas con manteca de varias clases para untar.

Pasamos al salón, que está lleno. Quien conozca el sitio no esperará manteles de hilo, tazas de porcelana ni el suelo impoluto. No se puede pedir más por un desayuno contundente de poco más de dos euros. Al fondo divisamos, pegada a la pared, una pequeña mesa libre con dos sillas. Hay restos de un desayuno anterior, o quizás de dos. Sólo un camarero para atender todo el salón. Su diligencia no impide que tardemos en ser atendidos. Pura matemática. Pedimos tostada y café. ¿Y para untar? La bandeja con tocino y jarrete. Pero parece que no les queda. El puente ha hecho estragos y se les ha agotado la buena materia prima casera que sustentan unas rebanadas de pan de campo como carpetas de delineante. Recuerdo que cortaban la rebanada a lo largo de la telera, por lo que la "tostadita" podía llegar a rondar el medio metro.

Un compact disc de villancicos navideños de Ecos del Rocío es la banda sonora que mejor acompaña a una atmósfera que, más que de una película de Benito Perojo, parece sacada de la España cañí de una de Almodóvar. Las paredes están colmadas de fotos de clientes anónimos de distintas generaciones. También hay pequeños marquitos con refranes y proverbios con ilustraciones que parecen haber salido del pensamiento del autor en lugar del refranero. Alguna guirnalda y espumillones de colores pasados de moda nos recuerdan que estamos en Navidad.

Los cafés llegan en sus vasos de medio litro. De esos que para endulzarlos necesitas dos o tres sobres de azúcar. Llegan las tostadas. No son las que recordaba de otros tiempos. Éstas, de considerables dimensiones también, están cortadas a lo ancho. Normal, con la cantidad de pan que se desperdiciaría entonces. En efecto, no queda jarrete, pero nos traen un trozo de tocino con los bordes bien especiados. Algo es algo.

El tocino colma la mitad de la tostada. La otra mitad la reservo para tomarla con aceite de oliva virgen extra, en un intento por querer compensar el colesterol malo con el bueno. Ingenuo de mí. Abandonamos la venta después de pagar complacidos 4,40 por dos desayunos como para cuatro. Eso sí, lo hacemos con la firme voluntad de almorzar frugalmente horas más tarde. Naturalmente, incumplimos nuestra palabra. Las cosas de estas fechas.

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