Sombra en una imagen de archivo.
Sombra en una imagen de archivo.

—¿Queréis que os cuente una historia?

Quién había hablado era un hombre viejo, pequeño de estatura, de semblante serio y enjuto de carnes.

—Es extraña y terrorífica —añadió.

Como es natural, con semejante introducción captó de inmediato la atención del grupo de alumnos que se arremolinaba curioso frente a la pequeña puerta abierta del cuarto trastero. 

—Sucedió ahí mismo —señaló hacia la boca oscura que se abría bajo el hueco de la escalera.

Un par de chavales que se habían aventurado a traspasar las primeras sombras, al oírlo, retrocedieron de inmediato. Los muchachos, picada ya su curiosidad, formaron un corro alrededor del conserje y escucharon atentos.

—Pasó hace tiempo —comenzó a contar con cierto misterio—, entonces tendría yo, más o menos, vuestra edad.

—¿Estudió usted aquí, don Emilio? —le preguntó uno de los chicos.

—Sí, hace años, claro. Este colegio es como mi segunda casa. Pero no interrumpas, chaval —contestó contrariado—. ¿Queréis oír la historia, o no?

Los muchachos asintieron en silencio y el hombre continuó.

—Ahí dentro —volvió a señalar las sombras del trastero— dicen que vive algo terrible, algo que no es de este mundo.

Ignoró los gestos escépticos de los alumnos y aguardó unos instantes para crear expectación, se aclaró la garganta y prosiguió.

—Cuentan que un día, uno de los estudiantes encontró esa puerta abierta. Tal como está hoy. Le llamó mucho la atención porque nunca la había visto así. Siempre estaba cerrada y asegurada con un candado enorme.

Recordó además las advertencias del bedel, que les prohibía andar cerca de allí. Supongo que eso bastó para estimular su curiosidad y el afán de aventuras. Así que decidió adentrarse y explorar. 

Miró entonces a los chicos y sentenció:

—Fue el peor error de su vida.

—¿Qué es lo que vio? —preguntó de nuevo uno de los chavales. Uno con cara de espabilado que debía ser el más atrevido de la pandilla.

—Sólo fue un momento y no con claridad, porque la luz del pasillo apenas penetraba un par de metros bajo el hueco de la escalera. Parecía no haber nada interesante: pupitres rotos, cajas con papeles, pizarras en desuso, un montón de trapos sucios en un rincón y, debajo, un viejo muñeco anatómico usado en las clases de naturales. Eso pensó que era. Hasta que se movió.

—¿Se movió?

—Sí, chaval, se movió. Entonces, aquel chico oyó el ruido que hacían sus brazos y piernas al revolverse. Un sonido como de huesos entrechocando entre sí. Clac, catlac, clac.

Como comprenderéis se quedó paralizado de puro terror. Incapaz de huir. Aguzó la vista para intentar ver en aquella penumbra. En ese mismo momento, avanzó hacia él el cráneo descarnado y sucio de un esqueleto. O a él le pareció un esqueleto, aunque tenía ojos y lengua. Y esto lo supo porque, mientras lo miraba con aquellos ojos terribles, el monstruo le habló. Los muchachos estaban atónitos.

— ¿Y qué le dijo? —preguntaron.

El hombre recorrió uno a uno los rostros pálidos y asustados de los niños.

Comida —fue lo que dijo—. ¡Y lo agarró de una pierna!

Un murmullo de asombro escapó del grupo.

—Una vez lo tuvo bien sujeto, aquel engendro le dio a elegir. Un trato. O aceptaba, o nunca más saldría de ese trastero. Pero, si no cumplía con su palabra, iría a por él.

¿Qué trato fue ése?, os preguntaréis. Yo os lo diré. Tal como ya había dicho, quería comida. Debería buscársela y alimentarlo por el resto de sus días. Con una vez al mes sería suficiente. El chaval aceptó, salió corriendo y nunca contó nada a nadie porque no lo creerían. Qué otra cosa podía hacer, ¿verdad?

Así, aquel chico se encargó de llevarle alimento mientras estuvo aquí y, cuando acabó sus estudios, buscó trabajo cerca para poder seguir cumpliendo con su promesa. Hay quien asegura que aún lo hace. 

Quedaron en silencio durante unos momentos. Luego, el que parecía más espabilado dijo:

—¡Eso es un cuento, don Emilio! Todos rieron, nerviosos.

—¡Sí, un cuento para asustarnos y que no husmeemos por ahí! —exclamó otro.

Y aquel grupito de chavales, entre risas y bromas, se marchó pasillo adelante. Atrás quedó el conserje, mirando hacia la oscuridad del trastero.

Se acercó y se dispuso a cerrar la puerta. Se oyó entonces un ruido. Clac, catlac, clac.

—Tranquilo —susurró el viejo—, ten paciencia. Ya sabes cómo son los chicos. La curiosidad les puede. Ahora volverán, y traerán a más. Tal vez mañana, o la semana que viene. Cualquier día que vean que se me ha olvidado cerrar esta puerta.

La sombra se removió inquieta en su rincón.

—¿Acaso no prometí alimentarte siempre?

Sobre el autor:

Francisco Chaparro

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