Desde siempre, la literatura ha sido un mundo copado por hombres: la mayoría de los libros estaban protagonizados por hombres, escritos por hombres, editados por hombres.

Hace unos días, participé en un coloquio organizado por el Plan Lector Municipal de Cádiz, junto a Palma Medina, Blanca Flores y Belén Peralta. En el acto reflexionamos sobre las dificultades que teníamos las mujeres para hacernos un hueco en el mundo literario. Concluimos que seguían siendo muchas: el peso de siglos de invisibilización no se aligera en unas pocas décadas.

Hasta hace bien poco, escribir era un acto subversivo si eras mujer. Porque subvertir es trastocar lo establecido, o sea, el orden patriarcal dominante. Hoy, ya no lo es tanto, pero sí continúa siendo una disciplina en la que no es fácil abrirse camino. Como tantas otras que no sean las tradicionalmente asignadas al género femenino.

Desde siempre, la literatura ha sido un mundo copado por hombres: la mayoría de los libros estaban protagonizados por hombres, escritos por hombres, editados por hombres. Hace menos de dos siglos que el poeta británico Robert Southey, le decía a Charlote Brontë que «la literatura no era asunto de mujeres». Con ese panorama no es raro que la mayoría renunciaran a escribir o escribieran sin esperanza de ver publicados sus escritos o utilizaran nombres masculinos: George Sand, Isak Dinesen, Fernán Caballaero o Charlote Brontë.  

Hemos avanzado, qué duda cabe —aunque no hace tanto que la célebre autora de Harry Potter, aconsejada por sus asesores, firmó su obra como J. F. Rowling en lugar de usar su nombre: Joanne—. Hoy día muchas mujeres escriben, aunque no demasiadas pueden hacerlo como actividad principal —no dispongo de estadísticas, aunque intuyo que deben ser bastante menos que los escritores—, pero, a pesar de ello el sexismo es incuestionable. A las pruebas me remito:

Del total de los libros reseñados, un 75% están escritos por hombres.

De los 112 premios Nobel de Literatura, 98 han ido a manos de escritores. 

El Premio Nacional de Narrativa que concede el Ministerio de Cultura desde 1977 solo ha recaído en 3 escritoras.

El Premio Cervantes, que tiene 40 años de vida, solo lo han conseguido 4 escritoras.

La realidad es tozuda, y cambiarla no es sencillo. Por muchas razones: porque, aún no disponemos de esa habitación propia a la que se refería Virgina Wolf, —compatibilizar la vida laboral y familiar con la escritura sigue siendo heroico para las mujeres—; porque nuestras obras, y especialmente el tratamiento que hacemos de los personajes masculinos, siguen siendo examinadas con lupa; porque es más natural considerar universales los temas que tratan los escritores, mientras que en la pluma de una mujer corren más riesgo de ser etiquetados como ‘femeninos’ y, consecuentemente, no universalizables; porque las editoriales siguen estando, mayoritariamente, en manos de hombres y porque aún sigue pesando en nuestra psique la idea de que tenemos que ser extraordinarias para intentarlo. En la literatura y en casi todos lo demás…

Queda mucho por hacer, pero si por algo nos caracterizamos las mujeres, es por ser corredoras de fondo. Tenemos en nuestras manos el arma más poderosa y subversiva para cambiar una realidad injusta: la palabra. Usémosla como hizo Leola, la inolvidable protagonista de la Historia del Rey Transparente:

«Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y soy libre (…) Yo escribo. Es mi mayor victoria, mi conquista, el don del que me siento más orgullosa; y aunque las palabras están siendo devoradas por el gran silencio, hoy constituyen mi única arma».

Sobre el autor:

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Alicia Domínguez

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