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La recuperación, al parecer, era eso: cemento y precariedad. Turismo y ladrillo. Los negocios de un país decadente que basa su economía en la explotación y la especulación.

Crecí en el barrio más poblado de Andalucía. Un barrio de bloques grandes de hormigón, asfalto y pequeñas plazoletas donde por muchas prohibiciones que cuelguen en las paredes, los niños juegan a la pelota. Un barrio de colegios públicos, de vecinos y vecinas con manos encalladas por culpa del soplete en los Astilleros o la fregona en las casapuertas. Un barrio obrero, aunque no queden fábricas, y canalla, tanto como se le permite a un barrio.

En mi barrio, los jóvenes reparten comida a domicilio, el paro es un enemigo que acecha con su aliento frío en la nuca y las mujeres saludan a gritos en la calle. En mi barrio, a pesar de la amalgama de cemento que crece a lo largo y lo ancho, puede observarse el mar. Un océano que se asoma desde los ventanales más altos y trae el olor salado y el viento fresco para combatir un sol de agosto que recalienta el hormigonado.

Desde la cocina de la casa de mis padres, se asomaba la inmensidad de la Bahía. Cuando chiquillo me gustaba asomarme de noche, en el momento que las barcas se convertían en puntos más diminutos que las estrellas y el movimiento de las luces de los coches por el Puente Carranza rompían esa oscuridad tan negra de los meses de invierno. Mientras cenaba, miraba, y entendía que ese sitio, esa zona, ese barrio sin ostentaciones ni belleza, era el mío. Al que perteneceré por siempre, y del que no renegaré nunca por muchos kilómetros que me separasen de él.

Ahora, justo enfrente de la ventana a la que me asomaba al anochecer, construyen otro edificio. De esos altos y anchos que tanto gustan para mi barrio, pero no para los residenciales de lujo y dinero. Y el mar se pierde, como se esconden las barcas sobre el agua y las luces de los coches rompiendo la oscuridad del invierno. La recuperación, al parecer, era eso: cemento y precariedad. Turismo y ladrillo. Los negocios de un país decadente que basa su economía en la explotación y la especulación.

Y a mí me duele mi barrio, como me duelen las manos encalladas de esas vecinas y vecinos que hacen cuentas y no llegan a final de mes. Como me duelen las burbujas, cuando explotan, y ya no queda nada. Porque siempre es la gente como la que vive en mi barrio la que sufren las consecuencias de la crisis.

Pero qué importa, mientras salgan rentables los camareros a tiempo completo, las camareras de piso, el abuso en la vivienda y el precio por las nubes en el alquiler. Pero qué importa si tenemos una pompa que inflar, grúas que levantar y turistas por empachar. Pero qué importa que hasta mi barrio ya no se cuele el mar.

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