Una fotografía de una marcha por la paz en Bogotá.
Una fotografía de una marcha por la paz en Bogotá.

Ahora la incertidumbre vuelve a estar invitada al campamento, vuelve a tomar su fusil y a atenazar una selva.

Café con aroma a suspense. Este domingo, los colombianos afrontaron la que posiblemente fuera la votación más importante de su historia. Debían decidir si ratificaban el acuerdo al que el gobierno ha llegado con los guerrilleros para el fin de la violencia. Y salió No. Toca ahora interpretar ese portazo. Llama la atención que es en las zonas urbanas —las menos castigadas de forma directa por la guerra— donde tuvo lugar una mayor presencia del voto en contra. El campo, más tocado de cerca por la barbarie, se decantó por el Sí. El estrecho margen, que ronda las 55.000 papeletas, bastó para marcar distancia. Triunfó la búsqueda de otra vía o al menos no convenció la de Santos y ‘Timochenko’. Aunque quién sabe si lo que ocurrió es que sigue pesando más Uribe, uno de los animales políticos más carismáticos de Latinoamérica, con permiso de Chávez y de Allende. También puede que esta guerra, tan rentable como sanguinaria, recoja adeptos y clientela en ambas filas. No parece que los narcos estén dispuestos a dejar el pastel y retirarse a malvivir en un arrabal por doscientos euros. No tiene pinta.

Hace medio siglo que los disparos son menú diario en Colombia y sustituyen a más de una arepa. La fricción es, como suele pasar, muy anterior. Liberales y marxistas se llevan dando de golpes desde la independencia. Por el camino ha habido curas armados, cargos corruptos, mercenarios, mafiosos, mucha droga y gente hambrienta. De esta última, en exceso. No es que la batalla sea nueva, como tampoco lo es la decena de procesos de paz iniciados hasta la fecha por los distintos gerifaltes colombianos. Después del plantón de ‘Tirofijo’ a Andrés Pastrana, no muchos siguieron confiando en el cese real de la pesadilla. La mítica silla vacía cayó entonces como una losa sobre los ánimos de la nación. Quizás por eso, por desconfianza, por impotencia, por incredulidad, los pocos que se acercaron a las urnas el domingo, lo hicieron para la renuncia. Renunciaron a la paz, a esta paz, quizás a una paz que no les convencía. Cómo saber por qué… Tanto les contaron que habría un sueldo jugoso para los guerrilleros conversos que solo pudieron creerlo. Tanto escucharon que no se pagaría cárcel que resultó demasiado sangrante. Las víctimas, ocho millones en cincuenta largos años, dejaron cónyuges, hijos y padres que no están dispuestos a firmar este desenlace. Otros, no dolientes en pellejo propio, tampoco parecen estarlo. No tiene pinta.

Ahora la incertidumbre vuelve a estar invitada al campamento, vuelve a tomar su fusil y a atenazar una selva. Nadie sabe qué ocurrirá en noviembre, cuando finalice el alto el fuego que Estado y FARC han consensuado. Ese primero de mes, el más cercano de los doce al día de difuntos, podría marcar el reencuentro con la negrura. No parece descabellado cavilar que todos aquellos que se enriquecen con esta guerra fratricida gocen hoy de mayor serenidad. Y todo dependía de un No. Un voto que se explica por sí solo en la carne herida, pero que nunca debería medir su peso en monedas. No parece que vayamos a dejarnos guiar solo por el alma supurante. Definitivamente, no tiene pinta. No. 

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