Muchas veces reprimo a mi niño interior, el que se quiere comprar un paquete de patatas a la una de la tarde: “Ya vas a comer, no son horas de picotear”.

Le estaba haciendo cosquillas a mi hija y se tiró al suelo; tenía la camiseta levantada y su espalda tomó contacto directo con el terrazo. En ese justo instante no me vino a la cabeza decirle que se levantara porque se podría resfriar. No es para tanto, pero los padres somos así: acción, reacción. El arte de cuidar, educar y reñir. Lo primero que pensé fue en cuánto tiempo hacía que no me tiraba en el suelo sin ningún motivo. Sí, juego mucho con mis hijos, e inevitablemente, hay que hincar la rodilla, pero no es lo mismo.

Hay tantas cosas que hacen los niños que no vuelves a hacer de adulto. Simplemente sentarte en un escalón a esperar. Estás cansado y te quedas de pie, porque es raro ver a alguien, que no sea un niño, sentado en la calle. Si no eres un mendigo queda raro, pero ¿por qué? A los niños se les presupone libres, sin complejos y sin ataduras a normas sociales impuestas. Somos los mayores los que les vamos imponiendo reglas. Éstas son necesarias, pero algunas, simplemente, rozan lo absurdo.

Hacer el tonto en público es algo que los que no somos niños no vemos del todo bien. No os creáis que es lógica pura. Hay muchos países donde el sentido del ridículo no está tan desarrollado y puedes ver, tranquilamente, a un señor de 40 años haciendo gilipolleces delante de un montón de gente. Es cultural. Como también es cultural el no cantar en voz alta en el transporte público, bailar sin música, reírse solo... te tacharían de loco. Como bien dijo Gila: Esos locos bajitos. Luego lo cantó Serrat, pero fue el gran Miguel Gila el que lo inventó. “Sin respeto al horario ni a las costumbres y a los que, por su bien, hay que domesticar”, añadía Joan Manuel.

Muchas veces reprimo a mi niño interior, el que se quiere comprar un paquete de patatas a la una de la tarde: “Ya vas a comer, no son horas de picotear” y ese chico, el gordito del pelado de cazuela, el de los ojos azules muy abiertos, atento al mundo, responde: “¿Y qué?”. Eso, ¿y qué?

Por suerte, tengo un huequecito en mi memoria para resucitar sensaciones. Los niños descubren el mundo primero con la boca, y puede resultar raro, pero me siento orgullosos de saber a qué sabe una moneda. El metal mezclado con saliva, lo más asqueroso que puedas imaginar. Le he dado vueltas a una peseta entre mis dientes. Cosas de niño, algo que no volvería a hacer ni loco. He masticado plastilina, haciendo creer a mis compañeros de 'parvulitos' que era chicle. He triturado Plastidecor con mis muelas, he sentido su tacto arenoso al reducirlos a minúsculos pigmentos. Todo acciones primitivas y primarias que se encargaron de corregir.

¡Sacar punta a un lápiz hasta dejarlo muy pequeñito! Sacarle punta por los dos extremos hasta que sólo sepas su color por la mina. Era tan placentero ver las virutas acumularse en el estuche. A nadie se le ocurriría ahora, con treinta y tantos o cuarenta, comprarse lápices para reducirlos a mini estacas.

Las personas maduran, pero muchas veces no es cuestión de madurez. No dejas de sentir placer por un gesto sencillo porque seas más viejo. Es por la convención social. Un adulto no se columpia, un adulto no se mancha, un adulto no se chupa los dedos... los adultos somos unos aburridos. Y sí, hay adultos que se manchan y que se columpian, pero no vale. Se compran un atuendo especial para ir al campo a correr por el bosque, se manchan de barro del que salpica su bici, se columpian con unas cuerdas de escalada. Todo premeditado. Pocos adultos vienen con ropa del trabajo y se paran a jugar un partido de fútbol. Antes jugabas con lo que te pillara, y manchabas lo que llevabas. No es divertido así, es, simplemente, adulto. No maduro, adulto. 

Estamos creciendo mal, algo falla. Estamos domesticando mal a nuestro niño interior. Poner límites, sí, hay que vivir y respetar. Pero dejar de disfrutar porque ya somos hombres, no. Niño, no dejes de joder con la pelota, dilo, hazlo y tócalo. Niño.

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