Vocabulario básico, IV

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Ilustración de Isabel Halo.
Ilustración de Isabel Halo.

La Cosa casi no podía salir de casa, porque era una verdadera hipocondríaca. En cuanto entraba en un supermercado, en cuanto se daba una vuelta por el parque, en cuanto pisaba el centro, en cuanto encendía la tele, oía siempre lo mismo: la Cosa anda muy mal, la Cosa está chunga, la Cosa no está para bromas…

Una mañana, después haber convalecido una semana por los efectos secundarios de unas pastillas sin receta, decidió que no podía seguir así. Tenía que demostrarle al mundo que la Cosa andaba muy bien, que la Cosa estaba sana, que la Cosa estaba como para montar una maldita fiesta. Se llenó los bolsillos de caramelos, los pelos de rulos, las pestañas de rímel, el bolso de regalos, la cartera de billetes y el cuerpo de anticonceptivos, y salió a darle un poco de alegría al mundo.

Primero encontró un par de niños andrajosos, y les dio los caramelos. Ellos los recibieron con gratitud y salieron corriendo. La Cosa, sin poder contener las ganas de ver cómo los disfrutaban, los siguió hasta una esquina, donde descubrió cómo se los vendían a niños más pequeños y cómo compraban con el dinero ciertas sustancias ilegales a niños más mayores. Mientras se las fumaban, escondidos tras una tapia, no cesaban de lamentarse de lo triste que era su vida y de lo mal que estaba la Cosa, la cual, al oír las funestas palabras, se dio a la fuga.

Entró en un bar, y se sentó junto a un ejecutivo de ceño fruncido. Entabló conversación con él y se enteró de que le preocupaba su puesto, pues su jefe estaba despidiendo a muchos, que era muy difícil encontrar un nuevo trabajo y que él tenía mujer e hijos que mantener. La Cosa, conmovida, extrajo uno de los regalos de su bolso, unas joyas de un valor incalculable, y se las ofreció al ejecutivo para que se las regalara a su sufrida esposa o, en un caso desesperado, para que pudiera sacarles un dinero si conseguía venderlas. El ejecutivo se lo agradeció efusivamente, pues el día siguiente estaba invitado al cumpleaños de la mujer del jefe, y por fin tenía un regalo que le ayudaría a garantizar su puesto de trabajo, aunque no sabía si podría competir con la botella de Burdeos añejo que su principal competidor en la empresa pensaba regalarle, por no hablar de otros invitados... La Cosa le preguntó si era habitual hacer esos regalos tan onerosos a una persona desconocida, y el ejecutivo le respondió que antes uno se gastaba más dinero en su mujer que en la del jefe, pero como andaba ahora la Cosa…

La Cosa pagó generosamente su consumición e invitó a varios de los presentes, alguno de los cuales, en lugar de aceptar la invitación, se la suplicó en metálico y fue a gastársela en la máquina tragaperras. Al salir del bar vio a un joven en un soportal. Tenía mejillas granulosas, gafas de pasta, manchas en la camisa, coleta, y movía las piernas de forma que evidenciaba lo insatisfactorio de su vida sexual. La Cosa suspiró y se dispuso a ligárselo, pero el chico se mostraba cohibido y, aunque las provocaciones directas de la Cosa sin duda lo excitaban, sólo alcanzaba a hablar de cómics.

Cuando lo subió a su cuarto, casi a rastras, el chico empezó a llorar y le confesó que nadie había sido tan considerado con él, que él era un patán, que no se lo merecía, y que, por favor, se fuera, que esas actividades eran muy frívolas, que antes de eso debía dedicar su tiempo y su energía a labrarse un futuro, a encontrar un empleo e independizarse de su madre, que como estaba la Cosa no podía perder el tiempo en esas fruslerías. La Cosa, frustrada, salió de la habitación y se quedó escuchando tras la puerta, y no le sorprendió que en unos minutos se oyeran desde los altavoces del ordenador gemidos de una o varias mujeres.

Una vez en la calle, la Cosa resolvió realizar el último acto de caridad del día. Iba a dar lo poco que le quedaba en la cartera a un mendigo. Buscó y rebuscó y, aunque no le costó encontrar muchos, se decantó por uno que parecía particularmente miserable: sin dientes, casi sin ropa, tembloroso, cubierto de mugre. "Una monedita para un cigarro, por favor, señora, una monedita para un cigarro…", decía con voz rota.

Ella, con gesto generoso, le cedió su último billete. "Con esto tienes para unos pocos", le dijo, y cuál fue su sorpresa cuando vio que, en efecto, el mendigo lo quería para un cigarro, pues extraía de sus harapos un paquete de tabaco de liar, envolvía un puñado en el billete y le prendía fuego con una cerilla.

La Cosa no pudo soportarlo más, se despegó la careta humana que había estado portando y reveló lo que todo el mundo se imagina cuando piensa en una Cosa: un monstruo de mandíbulas feroces, vello por todo el cuerpo, bultos que desfiguran el rostro, pendientes en las orejas, trompa de elefante, alas de murciélago, patas de reptil... Arrancó la cabeza al mendigo y se lo fumó, anduvo sobre los transeúntes, pateó a los futbolistas, quemó a llamaradas a los amantes, estiró a los niños hasta romperlos, apretó a los viejos hasta hacerlos desaparecer… Todos cayeron en la miseria, todos fueron al paro, la prima de riesgo se puso en vertical, las torturas se refinaron hasta hacerse invisibles y, al final, no quedó nadie vivo en la ciudad; al menos, vivo por dentro.

Luego se lamentaría repetidas veces de ese ataque de cólera, pero acababa diciéndose que se lo tenían merecido, aunque pudo haberse ahorrado unos cuantos años.

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