Vocabulario básico, I

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

‘Nutrición’, de Isabel Halo (2017).
‘Nutrición’, de Isabel Halo (2017).

El instituto lo tenía muy claro: los alumnos con malos expedientes académicos (que provenían casi todos de los mismos colegios), no podían compartir clase con los que poseían un historial prometedor, porque los echarían a perder. Los profesores se repartían las clases en función de su prestigio en el claustro y, mientras que los de las clases aplicadas motivaban constantemente a los alumnos, los de las cateadoras habían aprendido a responder a cualquier incidencia con amonestaciones y sanciones. Estos alumnos, al ver cómo los otros salían de excursión cada dos por tres mientras que ellos se quedaban sin recreo la mitad de la semana, desarrollaron una gran antipatía por esos empollones repipis y les hacían la vida imposible en cuanto tenían la oportunidad. Sus docentes, frustrados por estar destinados a los mismos cursos conflictivos año tras año, alimentaban ese rencor como forma de fastidiar a los profesores con mejor suerte, y no paraban de repetirles a sus chicos lo malos que eran y el patético futuro profesional que les aguardaba, lo que les crispaba aún más.

En las clases buenas, los chavales escuchaban del profesor anécdotas sobre las clases malas: las burradas que escribían en los exámenes, sus faltas de ortografía, su comportamiento escandaloso, la pésima labor de sus compañeros docentes a la hora de instruirlos… Comenzaron a mirarlos con malicia y a burlarse en secreto, de lo cual ellos no tardaron en percatarse.

Con el tiempo, llegaron las bromas: una bomba fétida estallaba en la clase de los alumnos modélicos, un elaborado fotomontaje ridiculizaba al líder de unos matones, unos encerraban a otros en el servicio y los otros dejaban pasmados a los unos con insultos rebuscados que no eran desenmascarados sin la ayuda de un diccionario. Los macarras se congraciaron con el limpiador y más de un empollón acabó en una montaña de hojas secas; los aplicados tenían a su favor a la mayor parte del secretariado, e incluso se le escuchó al director un chiste sobre uno de los bravucones…

Pero los que mantenían viva la guerra eran los profes. Cada día soltaban alguna perla sobre la otra clase, irritados por cada una de sus victorias, al creer que detrás de ellas yacía un triunfo de sus archienemigos del equipo docente. Los de las clases malas instaban a sus chicos a no dejarse intimidar por los empollones, mitificando los acontecimientos del curso para que éste se sintiera orgulloso de sí mismo y achacara sus malos resultados académicos únicamente a las pésimas condiciones bajo las que el instituto les forzaba a estudiar. Los profesores de las clases estudiosas tampoco perdían oportunidad de alabar la inteligencia y perseverancia de sus chicos, y caricaturizaban a los cateadores como una panda de vagos maliciosos cuyo contacto era perjudicial para sus estudios: no fueran a aprender tonterías, aficiones destructivas o, lo que era peor, palabras de su ordinaria jerga. Llegó un momento en el que la ofensa más insignificante hacia una de las dos clases provocaba una reacción en cadena por parte de amigos, compañeros, conocidos o simpatizantes, de consecuencias imprevisibles.

Estaba la clase aplicada dando matemáticas cuando se escucharon unos golpes en la puerta. Era uno de los holgazanes, que pedía un borrador porque su profesor había perdido el suyo. Con una risita irónica, el maestro de matemáticas le lanzó uno, con la mala suerte de que golpeó al chico en toda la frente. Lo que debía haber quedado en un simple fallo de puntería levantó tal oleada de risotadas que, al ver cómo hasta el profesor se reía, el damnificado, sin saber muy bien lo que hacía, se lanzó hacia el alumno más cercano  y comenzó a pegarle. El profesor lo detuvo, le cruzó la cara de un sopapo y, con un grito terrorífico, lo mandó de vuelta a su clase con el dichoso borrador.

Cuando el profesor de la clase mala le preguntó por esa marca roja en su mejilla y escuchó lo que había pasado, salió, furibundo, a exigir explicaciones a su detestado colega, mientras se calentaba los puños. La clase no podia perderse el espectáculo y le siguió.

Los dos profesores comenzaron a incriminarse mutuamente por lo sucedido, pasando a los insultos personales y los trapos sucios, después a los gritos y por último a las manos: se rompieron gafas, salieron pelucas volando, se recibieron patadas en lugares cuya mención estaba prohibida en los pasillos… A esto que llegó el director e, incapaz de separarlos, tuvo que llamar al barrendero y a la cocinera para poder reducir a los contendientes, que todavía trataban de hacerse los últimos rasguños mientras eran arrastrados hacia la secretaría para recibir un expediente disciplinario. Allí se armó el correspondiente alboroto entre el profesorado, y, unos defendiendo a uno y otros a favor del otro, consiguieron la expulsión mutua: una victoria agridulce para todos los implicados.

Mientras buscaba personal para continuar con los respectivos programas docentes, el instituto reubicó a ambos grupos en una sola clase y puso a un sustituto para tenerlos entretenidos, que les permitía hacer lo que quisieran siempre que no armaran mucho jaleo.  El primer día se sentaron en dos grupos claramente separados; el segundo, la línea divisoria era más confusa. Al tercer día había concluido la lucha de clases.

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