Quién lo diría, pero es verdad. Fue Voltaire, en pleno siglo XVIII, que era en teoría la época de la Ilustración, quien dejó para la historia aquella frase lapidaria contra el fascismo en todas sus versiones: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
He matizado que en teoría era la época ilustrada porque también fue entonces -por ejemplo en España- cuando tuvo lugar aquella gran redada contra los gitanos impulsada por uno de nuestros reyes de casi siempre, un Borbón llamado Fernando VI, que tendría de ilustrado lo mismo que su ministro, el que realmente impulsó aquel exterminio de nuestros gitanos porque era el que en realidad mandaba, el Marqués de la Ensenada, de quien también podrán imaginar ustedes lo que tendría de noble.
Hoy sabemos que la nobleza es otra cosa, pero hace casi trescientos años, cuando también las apariencias engañaban –lo mismo que hoy-, la nobleza era lo que era.
La frase del filósofo Voltaire combatía, entre otras cosas, el fascismo histórico que representaba, por ejemplo, el famoso Índice de Libros Prohibidos que mantuvo la Iglesia desde 1564 hasta –abróchense los cinturones- ¡1966! Sí, hasta hace solo 60 años. (Me consta que algunos saben todavía lo grande que fue el Concilio Vaticano II). Pues bien, aquella lista cada vez más larga de libros que no se podían leer so pena de bárbaras penas también incluyó obras de Voltaire, cómo no.
Desde que empezó a prohibir libros peligrosísimos, una década después de aparecer el famosísimo Lazarillo de Tormes, que por supuesto también prohibió, su creciente censura afectó a todos los autores que tuvieron algo importante que decir. De modo que, con la suficiente perspectiva, ninguna autoridad histórica puede presumir de serlo si no estuvo efectivamente prohibida por aquel índice que señalaba con su dedo de fuego desde obras irremediablemente anónimas hasta libros de grandes firmantes como los peligrosos Copérnico, Galileo, Erasmo de Róterdam, Descartes, Nicolás Maquiavelo o Giordano Bruno, por poner solo unos cuantos ejemplos.
Como la prohibición se alargó hasta la segunda mitad del siglo XX, en ella fueron cayendo otros filósofos o literatos que en su momento convenía no leer, como Kant, Rousseau, Alejandro Dumas, Honoré de Balzac, Jean Paul Sastre o Alberto Moravia. La lista fue tremenda. Pero es que, aunque la Iglesia se diera ya por satisfecha en 1966, la lista sigue.
Ahora se llamará de otra manera, porque también el lenguaje evoluciona, pero la lista sigue. Continúa ese índice que prohíbe libros en el año 2025, y no me estoy inventando nada. La única diferencia es que no los queman en una pira pública, de momento, pero sus autores son señalados con el dedo incluso desde medios de máxima audiencia y hordas ideológicas que se creen en la posesión de la verdad llaman públicamente a otras hordas para que determinados libros, peligrosísimos hoy, no se presenten en instituciones públicas. Sostienen que es una vergüenza. Sin salir del año que estamos a punto de acabar, les pondré tres ejemplos para terminar esta columna con el caso que la motiva.
El primero es un libro sobre el papa Francisco de un autor en la cresta de su propia ola, levantada cuando nos sorprendió con Soldados de Salamina y que se llama Javier Cercas. Después de haber publicado sin demasiadas cortapisas aquella estupenda novela sobre un histórico fascista en el año 2001, resulta que ahora, hace solo unos meses, se tuvo que tragar en horario de máxima audiencia y en un medio público pagado por todos que una tertuliana de esas que de todo hablan y de nada entienden le espetara que su último libro, El loco de Dios en el fin del mundo, blanqueaba a la Iglesia, supongo que a la de aquel índice que prohibía libros o a la de hoy, no lo sé porque la tertuliana tampoco especificó demasiado. Pero que el libro de Cercas solo servía para blanquear a la Iglesia, dijo. Cuando Cercas le preguntó amablemente si había leído el libro, sobre un viaje a Mongolia que él mismo hace con el papa, la misma tertuliana dijo sin sonrojarse que no, que no lo había leído. Le faltó añadir que ni falta que hacía pero que daba igual.
¿Quién necesita hoy leer nada para sostener que cualquiera que no diga lo que yo digo es un auténtico fascista? Estamos rodeados de fascistas, por todas partes, desde que nos levantamos hasta la hora de dormir, y si alguien niega este axioma es porque es un fascista, evidentemente. No hace falta leer, ni comprobar, ni discutir, ni dialogar, ni matizar, ni aprender, ni contrastar, ni dudar. Lo único que hace falta es combatir a los fascistas, de los que estamos siempre rodeados por culpa de una derechona que no descansa. Así mejorará sustancialmente el mundo.
El segundo libro que se prohibió precisamente en vísperas del Día del Libro de este mismo año fue El odio, una novela de Luisgé Martín que estuvo a punto de publicarse por la editorial Anagrama, sobre la historia del malvado José Bretón, quien asesinó a sus propios hijos en un escandaloso y doloroso caso de violencia vicaria. Fue tal la campaña contra el libro y su autor, que todos, incluida la propia editorial, terminaron dándole la espalda al novelista, y hasta hoy. Nadie adujo que, como había ocurrido con A sangre fría, de Truman Capote; o con El extranjero de Albert Camus; o con Crimen y castigo, de Dostoievski, o con un larguísimo etcétera de libros protagonizados por criminales, lo mismo indagar en este tipo de mentes nos ayuda a sondear los laberínticos cortocircuitos de la mente humana.
Un demonio para esta nueva izquierda
El tercer libro, con un título lo suficientemente irónico como para que sus detractores lo rechacen sin entender siquiera la portada, se titula Esto no existe. Las denuncias falsas en violencia de género, y es del escritor murciano Juan Soto Ivars, desde ahora una especie de demonio para esa nueva izquierda tribal a la que no le gusta discutir más que sus propios dogmas en espiral, o sea, que solo le gusta predicar lo suyo y no cuestionarse nada. Es la izquierda que llama a movilizarse para impedir que este escritor presente mañana su última obra en la Biblioteca Infanta Elena de Sevilla. Hasta ahí podíamos llegar, dicen, indignados con que los poderes públicos no se haya movilizado antes para impedir semejante afrenta.
Aseguran que el libro es una apología de la violencia machista. Tal cual. Yo no he leído el libro aún, pero quienes aseguran categóricamente tal extremo tampoco. Ni piensan leerlo. No les hace falta leerlo. No quieren leerlo. Se niegan. Pasan olímpicamente de leerlo, porque hay libros que no hace falta leer, suponen. Supongo que suponen.
Según he leído -entrevistas en las que el autor se refiere a su propio libro y artículos de otros que hablan sobre el libro después de haberlo leído-, la obra indaga en los casos de denuncias falsas por violencia de género. Eso ya basta para rechazar el libro, como si no pudiera pensarse, escribirse, hablarse o discutirse sobre esas denuncias falsas contra supuestos maltratadores que, solo en teoría, eran un 0,001 por ciento de todas las denuncias que interponían las víctimas de violencia machista y que luego resultaron ser algunas más. Ciertos expertos en feminismo pasaron de asegurar que el porcentaje de denuncias falsas era ínfimo a decir que podían constituir, como mucho, un 3 por ciento. La diferencia es, cuanto menos, notable, porque cualquier punto porcentual de estos supone decenas o centenares de casos.
Lo cierto, al parecer, es que más de un 20 por ciento de las denuncias por maltrato, sean ciertas o no, acaban archivándose o en absolución. Y estos datos ya deberían preocuparnos para ocuparnos en buscar algo de luz al respecto. Es lo que ha hecho, mejor o peor, Soto Ivars. Ya veremos cuando leamos el libro. Pero también es cierto que todos conocemos casos de presuntos maltratadores que al final resultaron no serlo. Esto no quiere decir que quienes maltrataron de verdad no fueran maltratadores, claro que no. Quiero decir, simplemente, que hay más casos de denuncias falsas de los que nos han hecho creer. Y que, por lo tanto, también hay hombres a los que se acusó de maltratadores que en realidad no lo son y a quienes nadie les ha pedido siquiera disculpas.
Llamar a un escrache contra Soto Ivars me parece de todo menos democrático o saludable desde el punto de vista cultural. Por eso me he tenido que acordar del famoso Índice, de la Inquisición y de la inquina histórica de quienes jamás tuvieron la sana costumbre de leer, hasta llegar a aquellos torpes censores del franquismo a quienes se la daban con queso incluso después de que hubieran leído, porque leían más pendientes de su propio lápiz rojo que de comprender. Ojalá pudiéramos preguntarle a Cela, que luego también fue censor, acerca de lo que pasó con su primera novela; o a Berlanga, que se hartó de reír con la inteligente lucha de sus propias películas peligrosas frente a la implacable censura de los años 50.
Rechazado antes de que nos asomemos a sus páginas
El libro de un autor que se ha tomado la molestia de indagar en algo tan incómodo como esos casos de denuncias falsas que han existido puede resultar mejor o peor, pero no tiene por qué ser rechazable y rechazado antes de que nos asomemos libremente a sus páginas simplemente porque así lo dictamine un sector de la izquierda que prefiere, por definición, dogmatizar que analizar.
Que haya habido, en todos estos años de lógica lucha contra la violencia machista, casos –muchos más de los que creíamos— de denuncias conscientemente falsas por parte de ciertas mujeres que perseguían otros intereses no quiere decir, en absoluto, que los casos de denuncias justificadas merezcan menos respeto. Es la tonta lógica del radicalismo de siempre: que exista el matrimonio homosexual no quiere decir que no siga existiendo el matrimonio de personas de distinto sexo, y de hecho a nadie obligan a casarse con alguien del mismo o de distinto sexo. Las posibilidades existen y es el individuo quien elige. Y la casuística existe y es cada caso es el que debe juzgarse. O que en la época de Lázaro de Tormes existieran monjes mercedarios más interesados en satisfacer sus bajos instintos que por rezar por las almas no quería decir que no hubiera otros clérigos ocupados, como predicaban, en las cosas del cielo.
Denunciar que hay casos injustos para ciertos hombres en toda esta lucha contra el mayoritario maltrato a las mujeres no significa que no se puedan y deban seguir denunciando los casos de maltrato real que han sufrido y sufren mujeres realmente maltratadas. Lo único que significa es que no estamos tan ciegos como para considerar solamente cierto lo que nos enseñan por una ventana y negarnos a mirar por otra, aunque esté abierta, solo porque alguien nos diga que está prohibido. Nos lo dicen quienes entonaron aquellos coros de prohibido prohibir; los mismos que, hace solo medio siglo, hubieran prohibido cualquier publicación sobre las mujeres maltratadas porque, en un país nacionalcatólico como el nuestro entonces, no podían existir, por definición, mujeres realmente maltratadas y las que lo eran, en todo caso, suponían casos muy anecdóticos y por cuestiones privadas que mejor se resolvían de puertas para adentro, ¿verdad?
