Mi propósito de año nuevo es no tener más propósito que seguir sin propósitos más extraordinarios que el de seguir viviendo como nos gusta vivir: comer y beber lo justo para que a veces un banquete pueda notarse; leer lo máximo para disfrutar hacia dentro lo que no está escrito hacia afuera; escribir destilando lo mejor de mí; amar a los míos y que estos me sobrevivan para no tener que llorarlos jamás.
Lo demás pueden llevárselo los fuegos de artificio de esta noche.
Otros propósitos, como la paz y el reparto justo de la riqueza en el mundo, no dependen de mí, así que contribuiré a tales deseos tan razonables desde mi ámbito reducido y doméstico. Y, por lo demás, consciente de que el año comienza de verdad en septiembre, continuaré sin proponerme nada que no se deshilache con la vida cotidiana que nos espera tras las fiestas.
Nada de dejar de fumar porque no fumo, nada de hacer dieta porque ya la vida te azota con reveses inesperados, nada de descansos regulados porque ya la muerte se encargará de todo, nada de intentar sonreír más porque la mejor sonrisa es la que te explota inesperada desde el alma, nada de ahorrar más porque así nos ahorramos los disgustos, nada de invertir porque ya está el día a día como fondo de inversión, nada de adquirir un nuevo hobby porque mi sueño es rentabilizar los que ya tengo, nada de salir de mi zona de confort porque me conformo con quedarme en ella cuando me dejen, nada de ampliar la vida social porque me faltan días para quedar con los que quiero, nada de viajes al centro de la tierra porque la felicidad te la suele dar tu tierra si la exprimes.
De modo que, como en Nochebuena, brindo hoy por un 2026 sin gurús que te den la lata, sin entrenadores de la felicidad, sin vendedores de crecepelos y sin expertos en vivir porque es mejor acostumbrarse a no tener libro de instrucciones. Por un 2026 sin mamaostias. ¡Salud!


