Las palabras, todas, parecen ridículas ante una pena tan negra, ante un desgarro tan inhumano como que una hija, tu hija, con 14 años, que antes tuvo 13 y 12... y 10 y 7 y 6 y 5 y que fue un bebé y la tuviste en tus brazos, con toda la vida por delante, con toda la pulsión de tu propia sangre prometiéndote la eternidad, haya saltado al abismo de la nada porque la vida se le haya puesto tan cuesta arriba por culpa de la miseria mayúscula de quienes la rodeaban sin que tú lo supieras, la miseria de unas compañeras que no lo eran, de un colegio que tampoco lo era, de un mundo miserable que ahora mira hacia otro lado, como si existieran más lados en el absurdo de haber dejado que este suicidio ocurriera, como si habiendo pasado no estuviese justificado que los padres pidiesen justicia aun sabiendo que la justicia ha dejado de tener sentido para siempre. El infierno existe.
Y aunque ya sospecháramos, antes de que lo dijera el papa, de que no estaba en el fondo de la tierra, como creíamos al cavar en la playa con la inocencia de los niños, tampoco sabíamos que pudiera estar tan cerca. Con el suicidio de la pequeña Sandra, nos consta que el infierno nos acecha, que tiende sus tentáculos por cualquier parte y que cualquier día es lo suficientemente malo como para que nos atrape definitivamente.
En la misma Sevilla de barrios donde asesinaron a Marta del Castillo, en la misma Sevilla familiar en la que una chica acude al mismo colegio que su madre, en esa Sevilla tan de veras que va de León XIII al Cerro del Águila, puede existir el infierno aunque normalmente pasemos sin darnos cuenta, atentos solo a los semáforos.
Del asesinato impune de Marta al suicidio -de momento igual de impune- de Sandra hay un retorcimiento infernal de los hechos, ese rizo del rizo que va de matar a alguien con un arma o empujándolo al desfiladero a matarlo sin tocarlo siquiera, envenenándolo sin sustancias químicas siquiera, sino con ese sibilino método que hoy se agudiza con esa otra arma todopoderosa que tienen en la mano todos los adolescentes y que se llama móvil.
A nadie le es ajeno el acoso escolar, porque quien más quien menos, de niño, de niña, sufrió los insultos, el vacío, los motes, las risas malévolas o las miradas de reprobación de otros. Alguna vez. Pero nuestra generación no puede hacerse una idea, de súbito, de hasta qué punto se podría haber agravado todo aquello que pudimos superar si todo aquel malestar no se hubiera reducido a esta o a aquella temporada, a aquella clase, a aquel recreo en el que evitamos al acosador, sino que la persecución, con los omnipresentes móviles y las redes sociales, se viraliza ahora de tal modo que la burla y el escarnio no te dejan ya ni de día ni de noche, ni al salir de clase ni al llegar a casa, ni en el cuarto ni en el baño, ni los fines de semana ni al salir con otros ni al viajar con tu familia. La pesadilla va contigo, hasta que te arrastra al filo del abismo.
El caso de Sandra debe servir para convertir su pesadilla, ya sin despertar posible, en un asunto de estado. Esto es más grave que la gravedad que se inventan los políticos por sus problemas internos. La tasa de suicidios entre los adolescentes se ha disparado de tal forma que seguir mirando para otro lado supone un homicidio colectivo que no podemos permitirnos a estas alturas del camino recorrido para que la humanidad le ganara a las máquinas, para que los buenos vencieran finalmente a los malos, para aspirar al paraíso mientras ignorábamos la cercanía del infierno.
