Cualquiera que me haya leído el título habrá podido pensar que la columna iba a tratar de ese arboricidio general en que se ha convertido la mustia convivencia sin sombra en cualquier localidad de catetos que piensan que los únicos emprendedores son ellos y que lo mejor que podrían hacer los arbolitos inoportunos es dejar de emprender e irse a secarse donde Dios pegó las tres voces. Pero qué va. Soy consciente de que, en un pueblo como el mío, sin ir más lejos, que no es la primera vez que sale en los papeles o en las pantallas porque a cualquiera se le ocurre cortar un árbol que le estorba desde que amanece, lo verdaderamente milagroso es encontrar a alguien que haga justamente lo contrario. Pues lo hay, y sin hacer ruido, cual jardinero renacentista de ese prado verde de Fray Luis, en la acera de enfrente del mundanal ruido. Gente rara como mi vecino de al revolver la esquina, que salva un árbol a base de compromiso mudo, paciencia y mimo.
Era un naranjo y sigue siendo un naranjo. Un vehículo de grandes dimensiones dio marcha atrás al aparcar y se llevó por delante la copa, de más de treinta años. Además, resquebrajó el tronco principal, de modo que el árbol quedó herido de muerte, sangrando sabia y sin grito en la misma acera donde había crecido durante toda su vida. Los vecinos lo veían al pasar y no se santiguaban simplemente porque el árbol no era una persona y nadie pensó en él como moribundo, pero lo era. De modo que los eficientes servicios públicos no tardaron en aparecer en coche oficial a la mañana siguiente para recomponer el desaguisado. Enseguida analizaron la situación, tomaron las herramientas necesarias y cortaron por lo sano. Cortaron el árbol. Dejaron un taco de tronco que tal vez, con el tiempo, le sirviera a alguien para apoyar algo, o para sentarse, quién sabe.
Y allí quedó aquel tronco como una protuberancia insana, como el testigo inerte de la mala suerte que puede tener cualquier árbol en esta selva de casualidades que llamamos civilización. Sin embargo, mi vecino observaba por la ventana. Había visto el proceso de lo ocurrido: la marcha atrás del vehículo aquel, la agonía del árbol que había crecido en su esquina, la indiferencia de la gente al pasar de largo, la supuesta eficiencia de los servicios públicos para limpiar de dolor el aire de todos. Y fue entonces cuando decidió actuar, cual samaritano arbóreo en el barrio de Los Ratones…
Siguió observando, sin tocar siquiera, que del tronco prendía aún una rama loca y viva, con ganas de crecer. Dejó que lo hiciera brevemente y, unos días después, hincó una varilla de hierro en el centro del viejo tronco que aún bullendo estaba. No era como el viejo olmo seco de Machado, al que le habían salido algunas hojas verdes con la lluvia de abril y el sol de mayo, sino una rama algo más robusta, desorientada pero bien firme en el tronco principal talado limpiamente con motosierra. Mi vecino ató esa loca rama a la varilla de hierro que él había colocado como una ortopedia en el centro de aquel experimento.
A las pocas semanas, la rama se hizo el doble de grande, y buscaba la luz. De súbito, al mismo tronco talado le había surgido otra ramita por el otro extremo a la que mi vecino tuvo la paciencia de esperar y, a su debido tiempo, la ató junto a su compañera en la misma varilla de hierro colocada en el centro.
Calentó el sol lo que pudo, llegaron las lluvias y él fue alimentando aquel viejo tronco con bisnietos con no sé qué abonos, pero el caso fue que aquellas dos ramas supervivientes se alinearon sobre la misma vertical y se dejaron vestir por hojas verdes del remoto naranjo que había llegado a ser. A las dos ramas le fueron acompañando otras, que mi vecino fue podando cuidadosamente, como quien peina con los dedos a la niña de sus ojos. Y el naranjo ha recuperado su verticalidad, preparado -tres otoños después- para la vida, que sigue.
Hace como dos años de todo esto, y ni el Ayuntamiento ni los ecologistas ni el Espíritu Santo se han enterado del milagro. Por eso creo de justicia consignarlo aquí, porque no todo van a ser espabilados que cortan por lo insano los naranjos que no les interesan.
