Lo mismo es una sensación mía y en realidad siempre imperó en esta España que miró por encima del hombro a nuestra Generación del 98 esa tendencia a la revolución de las masas con dos capotazos y la novelería de folletín. Pero, más de un siglo y pico después de toda aquella rebelión intelectual contra la zafiedad y el embrutecimiento de una sociedad que dejaba de ser imperial y se iba tan pancha a ver los toros, a uno no puede dejar de sorprenderle el fracaso de todo lo unamuniano, lo barojiano, lo machadiano y hasta lo valleinclanesco frente a las nivolas de personajes que se creen más relevantes que su autor, a la fuga de cerebros porque bien lejos pagan más, el modernismo chato de un paisanaje vocacionalmente ombliguista y el esperpento de una política que siempre anda dando palos de ciego en su paradójica deriva de lo que deberíamos aspirar a considerar cultura. Cultura con mayúsculas, prefieren escribir los culturetas que no se enteran de dónde está la manteca colorá.
Demasiado corazón para una sola semana en la que casi le dan el Nobel de la Paz a Trump. Por poquito. La misma semana en que se trata casi como asunto de estado la retirada de Morante, el repentino emblema de artista integral, le dan el Planeta a Juan del Val con una historia de amor, dicen…, y por poco si llegan a las manos el director del Instituto Cervantes, Luis García Montero, y el de la Real Academia Española, Santiago Muñoz Machado, dos instituciones que jamás fueron tan antagonistas. Ni Quevedo y Góngora, que no salieron del Barroco hasta que no les dieron permiso.
Tiene todo un tufo a aquella España en la que Valle-Inclán le cedía su sitio preferido a Belmonte en algún café madrileño. Una de aquellas veces el autor de Luces de Bohemia le soltó al matador que solo le faltaba morir en la plaza, a lo que Belmonte, ilusionado, le contestó que se haría lo que se pudiera. Con todo, Don Ramón prefería mil veces pincharle con su garrocha a don Benito el garbancero, pero lo cierto es que Galdós se dio por satisfecho con sus Episodios Nacionales y Belmonte, a la larga, prefirió darse un tiro mortal en su finca de La Capitana.
Al menos aquellos toreros de entonces se prestaban para que genios de la talla de Manuel Chaves Nogales pudieran lucirse con una de esas biografías que demuestran que los héroes son hombres sencillos que galopan sin caerse sobre el lomo del tiempo que les toca en suerte. Los de ahora se creen todo lo que la baratija poética escribe sobre ellos. Sin Lorca que los ampare, los poetas son ahora ellos, del mismo modo que los personajes se dedican a escribir novelas. Y una buena parte de esa adolescencia que no termina de crecer en España se dedica a aplaudir ciegamente. Alguien tenía que hacerlo.
