El desternillante chiste del Nobel de la Paz

Trump y Sánchez, por mucho que diste un abismo entre ambos, constituyen en este sentido un chiste de muy mal gusto si nos acordamos de cuando recibieron el Nobel de la Paz Yasser Arafat e Isaac Rabin

Pedro Sánchez junto al rey.
25 de septiembre de 2025 a las 12:25h

El año que nació mi tía, 1953, el investigador estadounidense Jonas Salk descubrió la vacuna contra la polio, pero para ella ya fue tarde. También lo fue para muchos españoles a los que el viento solano del franquismo arrebató hasta la posibilidad de disfrutar de la mejor película de Berlanga, ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, estrenada aquel mismo año, porque en aquel plan de reconstrucción europea tras la II Guerra Mundial ni siquiera estaba contemplada España, y aquí no tuvimos derecho ni a la sana carcajada de reírnos de nosotros mismos. A Jonas Salk, a pesar de ser aclamado como un héroe, nadie le dio el Nobel de Medicina ni nada parecido. Y tiene su gracia, tres cuartos de siglo después, que su compatriota Donald Trump –tan antivacunas él- no solo siente cátedra sobre asuntos científicos de los que no tiene la más pajolera idea, sino que alguien piense seriamente en él –también él mismo- como candidato para recibir el Premio Nobel de la Paz, el mismo que se rumorea que podría recibir nuestro presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, supongo que por posicionarse en el otro extremo en cuanto al conflicto entre Israel y Palestina.

Ambos personajes actuales, Trump y Sánchez, por mucho que diste un abismo entre ambos, constituyen en este sentido un chiste de muy mal gusto si nos acordamos de cuando, en 1994, recibieron el Nobel de la Paz Yasser Arafat e Isacc Rabin, líderes políticos implicados verdaderamente en la causa hasta el punto de no conseguir la paz definitiva porque la realidad es siempre más tozuda que el cine. Pero los chistes nobeleros no vienen de ahora, sino precisamente de 1953, cuando ese Premio Nobel de la Paz que tramaron darle a Winston Churchill se tornó Premio Nobel de Literatura, tal y como lo leen. El propio Churchill se quedó tan pasmado como usted al oír aquel disparate. Y ni siquiera fue a recogerlo, sino que mandó a su esposa.

Churchill fue determinante para la victoria de los aliados en la II Guerra Mundial y pasó a la historia como artífice de la resistencia, al margen de haber sido el único profeta que vio venir a Hitler. Nadie le niega una capacidad de oratoria que alimentó la esperanza de los europeos de bien durante y después del conflicto y, como había ejercido de periodista durante algún tiempo, no le fue difícil hilvanar discursos como el que, una vez primer ministro ante la Cámara de los Comunes, coronó con aquello de “No tengo nada que ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. La frasecita cobró celebridad luego en su variante más sintetizada: “Sangre, sudor y lágrimas”. Aunque la idea no era ni siquiera original, porque ya aparecía en un poema de Lord Byron e incluso en algún que otro discurso de Roosevelt, lo cierto es que funcionó más eficientemente que nunca en aquel contexto bélico. Más cierto aún es que Churchill ensalzó la colonización de la India, que fue enemigo del voto de las mujeres, que apoyó a Mussolini y que, con respecto a nuestra guerra incivil, adoptó la política de no intervención simplemente porque no le caían bien los republicanos españoles. Y, a pesar de todo, no solo pasó a la Historia como un defensor a ultranza de la libertad, sino que ganó el Premio Nobel de Literatura porque la Academia Sueca, que lo comparó con Julio César, valoró “su dominio de la descripción histórica y geográfica, así como por la brillante y exaltada oratoria en defensa de los valores humanos”. En rigor, es que era más difícil concederle el Nobel de la Paz a alguien que había hecho de su vida el escenario continuo de guerras de alcance internacional. Así que se agarraron a lo de sangre, sudor y lágrimas y listo. Con Arafat podían haberse agarrado a aquella otra frase para la Historia: “Vengo con el fusil del combatiente de la libertad en una mano y la rama de olivo en la otra. No dejen que la rama de olivo caiga de mi mano”. Pero supongo que prefirieron esperar a Bob Dylan. Las cosas.

El chiste sigue, como aquella broma infinita de David Foster Wallace. Y ahora somos capaces de reírnos previamente de la ocurrencia de darles el Nobel a Trump o a Sánchez sin pensar que lo mismo se lo dan a alguno de los dos y tenemos que opinar seriamente al respecto.