Si el Celta de Vigo no hubiera ganado anoche, el clavo ardiendo al que se está agarrando el equipo de Cádiz hubiera descendido algunos grados, pero el fútbol es como es, afortunadamente, para la pasión de quienes lo sentimos... El Sevilla FC perdió con el que también llaman Matagigantes, pero no es ningún deshonor, ninguna vergüenza, por muchas acrobacias retóricas que usen los mejores amigos del equipo de Nervión. Perdió y punto. Porque un partido de fútbol es un encuentro deportivo entre once y once. Hombres todos al fin y al cabo. Y uno tiene que perder si los dos no empatan. El Sevilla lleva una temporada mediocre y, a estas alturas, no es ninguna sorpresa el lugar que ocupa en la tabla. No hace demasiado, se esperaba menos aún. El Cádiz, este equipo andaluz con el que simpatizamos tantos, se jugaba muchísimo anoche, y se agarró, ya en el descuento del descuento, a un clavo ardiendo que va a seguir ardiendo hasta el final de la Liga.
Ojalá se salve, pues para el Granada y el Almería son ya gestas matemáticamente imposibles. Andaluces, al fin y al cabo, somos todos y altura de miras parece que le falta a más de uno. Y en compases como este que vamos a vivir en lo que queda de mayo conviene recordarlo, porque más allá de la pasión desenfrenada que nos puede mover por este o aquel equipo, que una capital andaluza cuente con un conjunto en Primera División es más que positivo para su desarrollo económico, o sea, para el pan suyo de cada día de tanta gente que va a seguir donde está al margen de las gestas de sus grandes equipos. Que se lo digan a la capital hispalense, que ha disfrutado históricamente de ese tándem llamado Betis-Sevilla en la mayor parte de las temporadas vividas desde comienzos del pasado siglo…
En Cádiz, esta Tacita de Plata que no crece porque le sobra salero y en la que el desempleo hace estragos tantas veces, el revulsivo de un equipo en Primera es fundamental. Los partidos que le quedan al Submarino Amarillo son asequibles: ante el liquidado Almería y ante Las Palmas… Podría ser muchísimo peor, lo cual significa que la esperanza –lo último que se pierde- sigue intacta, que el Cádiz CF depende prácticamente de sus propias victorias y que la permanencia no se la descarta ni aquel pasodoble de Manolito Santander de hace ahora un cuarto de siglo: “Me han dicho que el amarillo está maldito pa los artistas…”.
El equipo de Pellegrino tendría que haber apretado a principio de curso, como suele reprochárseles a los malos estudiantes, pero entonces ni el Cádiz sería el Cádiz ni Curro Romero sería quien fue. Estamos ante la esperanza palpitante de un equipo centenario que subió a Primera por primera vez cuando este país se sacudió las cenizas franquistas, que le ha dado a su afición, probablemente la mejor del mundo, las más contadas e intensas alegrías que puedan narrarse en el anecdotario futbolístico del sur del sur y que, a punto de terminarse la temporada actual, nos tiene a todos exactamente donde quería: en ese precipicio de emoción contenida en el que la afición, el amor por la patria chica, la economía y la incertidumbre por unos colores a los que se quieren estén donde estén andan preparando ese gazpacho por el que solo quienes lo prueban comprenden que aquí el fútbol es siempre más que un deporte.
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