Barbeito, paño de Verónica para el campo andaluz

Después de muchas décadas de desapego entre la literatura y la tierra, llega el último libro del escritor de Aznalcázar, su anticipado testamento, para reconciliar un léxico que iba desvaneciéndose con la verdad de la Cultura

El prestigioso periodista Antonio García Barbeito.
20 de noviembre de 2025 a las 18:32h

Al escritor total sin pasar por academias que es Antonio García Barbeito le pasa ahora como a Romero Murube en su época de escritor todoterreno: que le rebosa la palabra mimada, cuidada, bien cincelada hasta el extremo, más allá de los cuencos de barro que se le ofrecen o de las almorzadas que él mismo está dispuesto a formarse con sus propias manos.

Por eso su obra cumbre, su testamento literario todavía en vida, tenía que salir de esas páginas volanderas de los periódicos en los que él escribía –como don Joaquín hace mucho más de medio siglo- con una vocación de estilo tan acendrada que no se sentía periodista, ni articulista ni ensayista ni cronista, sino, lisa y llanamente, escritor. Escritor de periódicos porque es donde más se puede escribir, pero escritor que lo mismo escribe novelas que poemarios que curiosidades que pregones, y lo mismo a ordenador que a pluma que con una vareta del campo.

Ahora, con todos aquellos sarmientos  de media página agavillados, acaba de conseguir que la editorial Almuzara y la Fundación Caja Rural del Sur no solamente le publiquen un libro que tiene pinta de convertirse en el clásico de un género literario que se llama como el propio libro, La palabra del campo, sino que ambas instituciones se hayan comprometido a inaugurar así una colección de literatura campestre a la que han bautizado con el nombre de Labrantío. Esta primera obra de la colección está a punto de presentarse, pero ya respira, sacada del cascarón, en las librerías. Y huele bien y sabe mejor.

Venimos de una época que había olvidado el campo como tal; que lo miraba de lejos, en todo caso, con ese exotismo inútil de quienes acuden al campo de excursión y creen indefectiblemente que la gente del campo, de los pueblos, es gente sin terminar de hacer. Venimos de unos años en que volvió a ponerse de moda la llamada novela rural siempre protagonizada por algún personaje desquiciado que vuelve al campo para encontrar la paz interior que le era imposible hallar en la ciudad pero sin conocer las razones profundas de aquella vida retirada que predicaba Fray Luis, sin empaparse del misticismo verdadero de aquel San Juan que invocaba a los bosques y las espesuras “plantadas por la mano del Amado”.

Venimos de unas décadas en las que el campo se citaba solo para hablar de la España vacía, o para imitar a esos otros escritores que conocieron bien el campo –como el caso de Delibes en el suyo de Castilla la Vieja- pero extirpándoles toda esa incomodidad arenosa de la escopeta de caza, los terrones pegajosos en las botas y la seriedad eterna de las mujeres.

Muy atrás quedó el conocimiento riguroso de las cosas del campo que ya nadie lee –por desgracia- de José Antonio Muñoz Rojas o Manuel Halcón, y más atrás aún toda esa lírica de un campo embellecido –como Platero- que fue capaz de poner por escrito, en verso y prosa, el Nobel Juan Ramón.

Portada del último libro de García Barbeito, publicado por Almuzara y la Fundación de la Caja Rural del Sur.

De modo que ya se echaba de menos una pluma culta –cultivada en todos los terrenos; en el poético pero también en el empírico- para levantar acta de esa palabra del campo que puede entenderse igualmente como las palabras del campo, en plural, porque el léxico alimentado del campo se hace tan infinito hacia atrás –en el tiempo- que hoy se antojan ciscadas arqueológicas que en su momento fueron sarmientos y antes varetas bravas y, antes aún, tallos verdes que procedieron de abundante semilla de la que venimos todos, porque estamos hechos de palabras, sí, pero también de tierra, aunque la mayoría lo hayamos olvidado.

Hay hombres que se parecen tanto a la tierra, que son más tierra que hombres”, escribe Barbeito en una de este centenar largo de mónadas fabricadas con la masa de su mejor prosa poética, la titulada “Corazón” y dedicada a Antonio el de Marlo, uno de esos pocos sabios que deben de quedar por esos huertos en peligro de extinción y que llamó al autor en su momento para regalarle un tomate maduro para que el escritor, con el tomate regalado en la mano, sopesase la trascendencia del gesto: “Ninguno de los dos lo dice, pero los dos saben que lo que el huertano le está ofreciendo al amigo es su propio corazón”. De esta generosidad primigenia y de este agradecimiento telúrico nace esta última obra de quien pregonó la Semana Santa sevillana hace ya tres lustros.

La cruz del campo

La verdadera cruz en la que el campo está crucificado la alza Barbeito, como natural custodia, nada más arrancar este libro dedicado a la gente del campo y a ese diccionario que supone el arca de sus significantes y significados olvidados por desuso: bielgo, trillo, asnilla, criba, granzas, tamo, balaguero, garbera, rastrojo, almud, arreos, parva… A cualquier adolescente de hoy en día –y ya sabemos que la adolescencia cruza despreocupada la treintena-, como si le hablaran en un idioma más remoto que los que le ofrecen en su instituto bilingüe.

La obra, de más de trescientas páginas, esconde el detallazo de incluir, al final, un glosario de términos que a tanta gente de aquí -de Andalucía e incluso de Sevilla y sus pueblos- le pueden sonar a chino, en orden alfabético y con definiciones en román paladino: ablaquear, acampo, agraces, agrimensor, alagado (sí, sin h), albardón, alcancía, alezo, almiar, amentos, balastro, barboquejo, bujeo, cadañego, candelecho, casapuerta, cegarritas, ceroma, cornijal, damajuana, escamonda, esteva, fucilazo, haza, huebra… y así hasta el infinito aunque el impagable regalo quepa en veinte páginas.

La cruz del campo es el olvido en que lo tenemos, la indiferencia que él siente y ni disimulamos, y por eso Barbeito, personificándolo, lo compara con un Cristo en ese capítulo para enmarcar que se titula “Lapidación” y en el que, recordando las palmas, ramas y varetas del Domingo de Ramos, le habla a un campo invitado a la ciudad solo por lo que lleva de “detalle de belleza”. Al campo lo invitan a la ciudad en Semana Santa y el Corpus por conveniencia, pero luego lo echan. “Tus manos, siempre manos de servicio”, apunta Barbeito, que se conoce el paño. “Tu esfuerzo, siempre mal pagado. Cualquier día te lapidarán, arrancando de tu cuerpo las piedras del castigo”, añade. Y luego reflexiona en admirable alegoría: “Andas ahí, atacado por unos, defendido por otros, convertido en gritos y pendencias entre quienes de ti solo tienen estadísticas, informes, estudios, cálculos porcentajes… Andas ahí, amado campo, magreado por todos, y no distingo, entre esas manos, unas que te acaricien, que quieran enamorarte, que se acerquen a ti como paño de Verónica dispuesta a enjugar el sudor o la sangre de tu rostro”.

Ahí adivinará el lector el cometido de Barbeito y el sentido del título de este artículo. Sobre todo en esa comparación que hace el autor del campo con un Cristo vivo y luego moribundo, siendo ambos salvación “de muchos por muchos ultrajada”. “Multiplicas panes, peces, cosechas; obras milagros en todo, apenas te suene cerca un rezo de chaparrones, una penitencia de labor. Y qué poco celebran tu vida, como si solo necesitaran tu pasión, tu calvario, la lanzada y el vinagre”, escribe Antonio… Y añade, tan consciente: “Eres la honradez perseguida por aprovechados, engañada, malvendida”. Y concluye rotundo: “Cuando pasen los días de los intereses, volverás a verte solo, amado campo. Y solo algunos de los tuyos irán a bajarte de la cruz…”.

Etimología y compromiso

El último libro de Barbeito no es solamente un canto bello al campo, que también –¡ay esa flor de nieve del almendro!-, sino una demostración de que se puede cantar lo que se ama sin caer en los inservibles tópicos de quienes escriben sobre lo que no conocen. Los campesinos de Barbeito no cantan jarchas al volver del tajo, y para ellos bendice el autor la mecanización que les restó por fin tanta miseria.

El campo de Barbeito habla, pregunta, sabe guardar silencio, se menea y produce música bendecida por ese Dios que aquí es la Mano a secas, la Mano de Dios que se abre y se cierra al ritmo de las estaciones y que no siente empacho, en ese tiempo sin tiempo que es nuestra propia Historia, por santiguarse en una mezquita de este divino campo eterno y nuestro, como ocurre en la sierra de Almonaster la Real, por ejemplo, en ese otro capítulo dedicado a sus amigos de allí que empieza con una greguería: “La lluvia hace de la tierra un acerico donde no cabe un alfiler más”.

La sensualidad de una naturaleza en sincronía perfecta nos arroja en estas páginas la magia por la expectación de una tierra fecundada por “el amoroso hierro de la labor” mientras el hombre volverá a esperar, pero será otra espera, como la del Miguel que todos conocemos por aquel niño yuntero y que esperaba “junto al surco, como el arado espera: / he llegado hasta el fondo”…

El compromiso del autor por lo que tanto ama arranca por su pasión etimológica, por llegar a ese fondo de donde surgen las palabras que lo nombran todo, al haz de la palabra hacina, al montón de garbas que se amontonaba en la garbera e incluso a ese “altar del cielo” que es Araceli, la patrona del campo andaluz que tan bien adoran en Lucena, porque solo existe o sigue existiendo lo que se nombra. Y ese compromiso bautizador, denominador, actualizador es el compromiso de Barbeito con el campo y su palabra, con los ritos de una vida agreste que, “al cálculo”, era capaz de acertar en el perfecto aliño de las aceitunas, en la maldición del solano o en la valoración de un campo generoso de tan espontáneo a base de espinacas, palmitos, tomillo, hinojo, orégano o zarzamoras.

Auténtico feminismo

Barbeito sabía, conforme avanzaba semanalmente en sus artículos de la tierra para el diario ABC, que sus mónadas poéticas podrían dar algún día para un libro. Y ese día ha llegado, y el libro contiene la luz infinita del campo andaluz, los nombres igualmente infinitos del maíz, de las papas, del arroz, del trigo, de los olivares y de toda esa orquesta de lindas florecillas, incluidas las anónimas, con nombres tan musicales como las hortensias, las dalias o los miramelindos; los olores de la adelfa y el poleo; y hasta el ajustado recuerdo de su padre cuando le regaló, sin ser consciente, aquella metáfora de los peores días del verano como “frutas calientes que tienes que morder, quieras o no” porque “es lo que tenemos los pobres”.

La palabra pobre me dolió más que serlo”, dirá Antonio tantos años después, cuando se le entrelazó en la nostalgia aquel californiano que llegó a su pueblo de bracero pero que a él lo sedujo como presunto actor de Hollywood aunque muchos años después lo viera vendiendo sandías y melones en un puesto de carretera, o aquella fiambrera que traía de vuelta su padre (todos los padres) con algunos restos de comida que se dejaba adrede para que él lo celebrase cual pajarillo aniñado, o la estampa de las mujeres de entonces, tan tapadas para su jornada en el campo y que al volver a casa, sin cantos ni cuentos, “si muchos varones eran hombres de peonada y media, muchas mujeres lo fueron de dos, una en el campo y otra en la casa”, porque “si en el campo esperaba la escardilla, el lomo del calabozo, las manillas de tabaco o el macaco, en la casa esperaban lebrillo, tabla restregadora y jabón y ceniza, el cubo del pozo, al aljofifa, la escoba y el aventador junto a la hornilla para que la comida hirviera sobre carbones. Silenciosa esclavitud por todos consentida”.

Barbeito es sucintamente poético con estos recuerdos tan feministas por igualdad y realismo en la mirada: “No hubo romería más penosa que la que iba, llena de mujeres, del pueblo al campo y del campo al pueblo”. Campueblo es precisamente un neologismo que él mismo subraya en este libro definitivo llamado a convertirse en algo más que una novedad editorial, un libro lleno de yerbas sobre las que merece la pena volver, o pastar, abriéndolo al cálculo.