Aquí cualquiera es camarero

Un buen camarero tiene la capacidad de duplicar el sabor de una buena comida en todos los sentidos

Un camarero sirve en una terraza.
17 de julio de 2025 a las 17:57h

Aquí cualquiera es camarero. El niño que no vale para estudiar, el albañil en paro, el hijo inútil del dueño, la niña maleducada que no sabe ni hablar, el antipático del fin del mundo. Especialmente en las campañas hosteleras del verano se aprecia la desconsideración a una de las profesiones que requiere mayor preparación. Porque hay camareros y camareras de todo a cien por todas partes: en los chiringuitos, en los bares de toda la vida, en las terrazas de verano, en las cadenas internacionales de comida rápida, pero siempre es un mirlo blanco el profesional al que no le falta un perejil para serlo. 

Se habla mucho de las escuelas de hostelería y de la imprescindible formación del personal que atiende en barra o en mesa, pero cada año se cuela por doquier el pelotón de camareros que no quieren serlo pero lo son, que no pueden serlo pero ahí están, que no tienen la más mínima idea de cómo servir al cliente pero tienen en mente echar el verano lo antes posible para comprar lo que se tercie si es que ahorran verdaderamente, porque a este personal lo ves bebiendo más refrescos de los que venden, ya sin disimular, fumando o vapeando más que la clientela, hablando a voces de los turnos con sus compañeros, quejándose en público de cuándo sí o cuándo no le toca descansar, y si se le increpa para pedirle otro cuchillo o que venga a tomar nota, siempre te mira con cara de perdonarte la vida, de hacerte un favor o de transigir con tus caprichos a pesar de que él o ella debería ocupar otro puesto de trabajo.

En esto último es en lo único que suelen llevar razón, porque un camarero como Dios manda es un profesional de la hostelería que sabe mirar a los ojos cuando se dirige al cliente, que sabe sonreír y vestir adecuadamente, que maneja los resortes básicos de esa cortesía elemental que va de los buenos días al por favor y gracias, que ha aprendido a estar y no estar al mismo tiempo, que como los buenos barberos de toda la vida se bambolean perfectamente entre la clientela que quiere conversación y la que no, que sugiere con elegancia incluso el límite para que el comensal no se atiborre innecesariamente, que no se lleva tu plato antes de que lo termines simplemente porque él tenga mucha prisa, que se defiende por lo menos en inglés porque el sector hostelero está en la cúspide de un turismo que sigue salvándonos económicamente como país.

Esa formación exquisita que uno espera de los camareros, con sobrado talento lingüístico, proxémico y psicológico, no es por capricho ni porque uno sea, como pueda pensar algún lector, un pobre harto de pan, que es lo peor que se puede ser, sino porque nos jugamos mucho en la gestión de tantas miles de comidas como vendemos como país innovador en el arte de la buena mesa. Un buen camarero tiene la capacidad de duplicar el sabor de una buena comida en todos los sentidos. Un mal camarero tiene el poder de amargarte una buena comida hasta el punto de estar uno esperando, con ansias, la cuenta, para pagar de una vez por todas y no volver jamás.