Una vieja parte las galletas

La inteligencia artificial dice que donde estoy sentado probablemente no existe o es un lugar irrelevante y que compruebe en alguna guía si existe más información, que ella, la inteligencia artificial, no dispone de tal: de conocimiento

Lea Fay, @fay.l_art, trabajando en su taller de 59 Rivoli.
07 de julio de 2025 a las 09:44h

Una vieja parte las galletas que se trajo y va echando los trozos en su café au lait. Su perfil es el de una calavera. A cada poco ordena todos los objetos que se dispersan sobre la barra. El mozo, conocedor del tic, contribuye al innecesario orden.

Llueve, es domingo. Llovió toda la noche. Afuera el mundo está incómodamente mojado, incluso el aire. Sobre todo el aire. Los cristales son la barrera para hacer de este lugar un refugio para quienes vinimos a perder el tiempo. No soy el único. Yo aspiraba a sentarme junto a la ventana, como en Varela Varelita, y fantasear con que me sentaba en la calle, en el angosto pasaje que permite el quiosco de prensa, pero el muchacho que se me adelantó se trajo cuatro libros de diferente espesor y su taza de café no se movió desde hace casi una hora. La vereda es igualmente angosta, entre las mesas y los bolardos apenas queda lugar para caminar. El espejo, los espejos, ofrece una interesante confusión: los que parece que vienen de frente, en realidad, pasan por delante de mí cuando desaparecen del espejo.

Una mujer camina a horcajadas, al tiempo que levanta las perneras de sus pantalones beige claros para que el agua del piso no salte de sus pisadas y le arruine su elegancia en la fiesta a la que debe de ir. Al tiempo llega la mesera, a saber, quizá sea la propietaria del café, y me recuerda aquel diálogo de Ninet y un señor de Murcia, de Miguel Mihura, en que la española que atiende la fonda, madre de Ninet, le dice al huésped, también español, que en París una verdulera es una marchand de légumes y va todo el día con sombrero. Es interesante cómo afloran en nosotros determinados clichés que se van forjando, inconscientes, y que solo el cultivo de una actitud crítica ayuda a espantar sacudiendo la cabeza.

Parece que amaina el aguacero. Me lo anuncia una joven que cierra su paraguas rojo delante de los cristales. Me doy cuenta de que no es unánime la sensación y quedan todavía paraguas abiertos mezclados con cabezas descubiertas y cuerpos en camiseta de tirantes. ¿Si este pluralismo fuera real? ¿Si esta recepción de los detalles, llueve, no es tanto, caen cuatro gotas…, fuera cierta y la brocha gorda de las percepciones fuera solo cosa de unos pocos resentidos que hacen mucho ruido, el ruido que hacen las latas vacías o los cráneos vacíos? La inteligencia artificial. Una cosa simple y ruda, excepto para varias funciones puramente de habilidad mecánica. La inteligencia artificial dice que donde estoy sentado probablemente no existe o es un lugar irrelevante y que compruebe en alguna guía si existe más información, que ella, la inteligencia artificial, no dispone de tal: de conocimiento. Le hice una foto al texto por si alguien quiere descreer.

El lugar es una perla del diseño y de la belleza urbana de París. Una institución del vecindario que acude acá a tomar su café de la mañana, a conversar en su lengua, el francés, a mantener contacto humano, donde los camareros son facilitadores de vida social en una ciudad automatizada por las funciones necesarias para un turisteo que la destruye y que se opone a tal destrucción. Donde la gente lee el periódico en papel, como en UM, en Basilea, y donde el uso de los ordenadores portátiles está limitado, como ya en tantos lugares. Donde Jorge Luis Borges nos ocultó que había un cuarto Aleph, este de doble acceso e igualmente oculto a los ojos del simple visitante: solo la parroquia más cotidiana conoce el secreto, estoy seguro, sin saber de qué se trata. Lo asignan a una función más cotidiana y desconocen la magia del subsuelo. Como el Varela Varelita, el primero y no relatado por Borges, ocupa toda la ochava del edificio.

El paso de peatones, con semáforo, que cruza la calle Rivoli, al 59, lleva directamente al portal de un edificio. Seguramente la gente viene ya avisada de que ese es uno de los lugares donde hay que hacerse un selfi y haberse recorrido los cinco pisos sin ascensor. Llueve otra vez y la oscura escalera se traga a decenas de personas que suben y se asombran por las paredes pintadas, con bolsas de sus recientes compras en la mano. ¿Interés? ¿Completar la lista de lo que se debe haber visto? Sea lo que fuere, adentro se hacen cosas muy diversas y solo el experimento ya sería suficiente valor.

Desde que el 59 Rivoli fuera tomado por un grupo de artistas, después de que un banco lo dejara vacío y sin uso, porque nadie estaba dispuesto a pagar los precios exigidos ya en los noventa, el edificio fue comprado por la municipalidad y para ser artista residente hay que pasar un proceso de selección, alguno de cuyos curricula es mostrado con orgullo en la mesita del taller de la artista. El paseo permite ver los trabajos, iniciados o terminados, e incluso ver trabajar a los creadores. Hay quien compra alguna de las obras como si fuera, lo es: una galería. UM, un antiguo banco ocupado, en Basilea, se convirtió en un café y en un lugar de cursos y charlas, de importancia central en la ciudad: sobre todo el café.

Digamos que podría ser un Centre Pompidou, que queda a dos cuadras, pero sin vitrinas. No lo es, digámoslo claro, aunque hay trabajos que merecen verdadero interés y no solo curiosidad. Seguro que la residencia de tres meses sirve a los artistas que pueden vivir, así, en París. París es enormemente inspiradora a pesar de todo.