Cuánto tiempo sin escribir aquí. Lo echaba de menos, lo confieso. Esto de volver a teclear cualquier cosa y que alguien te lea… Quizá os pueda parecer una tontería; pero el que escriba poesía lo entenderá (quien lo probó…). Lo dicho: vuelvo al ruedo, y lo hago para explicar el porqué de estos meses de ausencia. De convalecencia, mejor dicho. Porque sí: estudiar oposiciones se parece bastante a estar enfermo. Uno se recluye en casa y evita el contacto con los otros. Uno pierde también un poco de peso, a veces le cuesta conciliar el sueño, tiene temblores, etc., etc. Y, en definitiva, uno deja de ser, al menos un poco, el que era antes.
Y yo, que escribía, que tenía ideas, que leía, que veía películas, algo que siempre ha sido el motor de mi vida, he tenido que apartarlo; he tenido que apartarme un rato. Y todo por una buena causa, sí: obtener un empleo para siempre. Pa to’ la vida. Sí, no lo niego; pero a qué precio. Decía Dámaso Alonso que Madrid era una ciudad de más de un millón de cadáveres según las últimas estadísticas. Pues bien, hoy España es un país de seis millones de cadáveres, o sea, de seis millones de opositores, según las últimas estadísticas. Al menos las últimas que miré, porque el número parece ir creciendo. Gente que oposita no como se opositaba hace algunos años; porque se buscaba estabilidad, seguridad, estar mejor que antes… Hoy, en cambio, opositar es una cuestión de supervivencia. Es lo único que queda para muchos, al menos para los que no tengan el confortable colchón o el oportuno enchufe de papá. Opositar es esperar, desesperar, es preguntarse en qué momento empezará la vida y todo esto empezará a tener algún sentido, todo este tiempo en forma de apuntes y más apuntes, todas estas acciones, toda esta vida desperdiciada, tirada por la borda. Cuándo podré decir que me equivocaba. Cuándo. Mientras tú quedas arrinconado, y más triste y más solo y cada vez más harto. Insisto: opositar es estar enfermo.
Pero paseo por la calle –fue hace dos días– y me da el sol en la cara y pienso en aquella canción de Pata Negra, tan triste y tan alegre al mismo tiempo: “Pasa la vida, pasa la vida” mientras veo a un hombre paseando con su nieto, un grupo de chavales hablando de la fiesta del viernes, parejas que se dan la mano rumbo a alguna parte. Y los opositores en sus cuartos, rumiando la esperanza, las lágrimas, el desconsuelo; como yo. Pasa la vida, me digo, tarareando torpe el estribillo. Pasa la vida; pero se acabó: no dejaré que pase más sin mí. Y vuelvo a ser yo. Y escribo hoy, feliz, estas líneas.
