Que el fin del mundo te pille bailando, decía Sabina. A mí, este particular "fin del mundo" del otro día, me pilló viajando (¡cómo no!). Desde que la gente como yo (la mayoría), no usamos mapas para viajar, dependemos de que Google Maps nos diga por dónde coger para llegar a nuestro destino. En medio de mi viaje de regreso, no sé cómo, de pronto en la SE-40, empecé a detectar algo raro. La "sabelotodo" navegadora se puso a emitir el sonido robótico de "recalculando ruta", una y otra vez, se conectaba, se desconectaba, y me indicó que cogiera por Utrera, por la antigua N-IV, ya que la dichosa maquinita había detectado un atasco impresionante en la AP-4 (cosa que suele ser, últimamente, normal). Total, que terminé por carreteras que jamás había conocido, entre Las Cabezas de San Juan y Gibalbín. Aquello sonaba raro. Más raro cuando al final aparecí cerca de Arcos. Hasta ahí, casi se podía comprender, pero la música también dejó de sonar, la radio no daba señales de vida. Faltaba sólo la voz de Orson Welles en aquella emisión de La Guerra de los Mundos. Pero, por un momento, me dije, disfruta, disfruta de esos paisajes maravillosos de la campiña jerezana que, gracias al error, te está brindando esta maravillosa primavera que vivimos.
I don't like Mondays / Tell me why? (decían The Boomtown Rats). Los lunes siempre son odiosos. Pero, en este lunes, nos pareció a todos el "fin del mundo". De pronto nos dimos cuenta que conseguir que nuestra casa se ilumine no es tan simple como darle con nuestro dedito a un interruptor. Empezamos a temer por los alimentos frescos del frigorífico y de esa cerveza helada, para estos días que ya llega el calor. Pero no. No había luz. Aún peor, no había posibilidad de wasap, de comunicarnos con el primo o con la hija para enviarle un meme de esos intrascendentes que tanto mandamos. Hasta que pensando, pensando, nos dimos cuenta de las repercusiones que este "fin del mundo" nos iba a traer, no era sólo encender la luz o que funcionara el móvil: había trenes paralizados, aviones desviados, chiquillos en el colegio desamparados, el caos de los semáforos apagados…, y así vimos la Insoportable levedad del ser (Kundera dixit), del siglo XXI, como si la pesadilla de la pandemia del covid nos amenazara otra vez.
Llegué entonces a mi casa, a Cádiz, y el ascensor no funcionaba. Siete pisos subiendo, con la maleta… Y ahora qué. No tenemos velas, pero tenemos tiempo para leer, aprovechar este paréntesis de este "fin del mundo" de pacotilla para reírnos con las ocurrencias de Manuel Vilas en su El mejor libro del mundo. Somos una sociedad incapaz de tolerar los imprevistos de la vida, ni siquiera estamos preparados, y no me refiero a tener ese estúpido kit de supervivencia que nos pedía Macron, sino esa simple vela, una linterna en casa, como siempre hemos tenido (y yo ahora no encuentro). Nos morimos si no podemos poner una foto en Instagram al instante, o si no tenemos cobertura en la casa rural a la que hemos ido, supuestamente, a desconectar del mundanal ruido. A las 20:49 horas, en Cádiz se hizo la luz, había llegado como el maná al pueblo elegido. El siglo XXI nos ha hecho mucho más dependientes de aquello que no podemos controlar por nosotros mismos. Sin dejar de quitarle importancia al apagón, ojalá todos los "fin del mundo" se arreglen como éste en unas horas.


