A la ofensiva

Todo eso podría quedar en el ámbito de la ordinariez social que nos invade a los comunes, pero la cuestionable, lo alucinante, es que los políticos se han contagiado de ese nivelito

Abascal y Ortega Smith, en una foto de archivo.
Abascal y Ortega Smith, en una foto de archivo.

Me contaban hace unas semanas, cuando hablaba con unos amigos sobre lo poco estimulante que era el debate político desde que ésta se ha trasladado a las redes sociales, con todos sus defectos y pocas de sus virtudes, que todo se ha desmadrado, que incluso el lenguaje normal, el que utilizamos usted y yo mismo para comunicarnos en nuestro día a día, ya no es un simple entonar un vocabulario más o menos conocido entre las partes, algo fundamental para que comuniquemos, más al contrario, hay un confusión de términos tremendos.

Me decía este amigo que conocía a un chaval, un buen futbolista en ciernes ―de estos que sale de la calle y que un buen ojo avizor es capaz de ver la cualidades que le deben llevar a las canchas del deporte rey―, estaba en sus primeros entrenamientos con el equipo de fútbol de su pueblo en categoría regional, y el entrenador en uno de sus primeros detalles técnicos le dijo al “fenómeno” que tenía que ser ofensivo, sin miedo, muy ofensivo.

Nuestro joven, me relataba mi amigo entre risas, con quince años recien cumplidos y con un bagaje escolar de trámite ―no aprobaba ni el recreo―, se fue a su casa pensando en lo que sería su debut el siguiente domingo. El caso es que llegado el partido, el chaval, nada más se sacó de centro, se dirigió raudo y veloz a su marcador, un tipo de unos treinta bien cumpliditos, veterano de guerra en la categoria, y sin encomendarse ni a dios ni al diablo le profirió una serie de insultos a voz en grito que no reproduzco en estas líneas por si acaso me riñe el editor, solo diré que lo más suave fue “hijoputa”.

Como consecuencia de ello el árbitro le enseñó la tarjeta roja correspondiente y el muchacho se libró de una buena paliza porque su entrenador lo sacó casi en brazos para llevárselo al vestuario. La pregunta era de cajón ¿Por qué había hecho eso? La respuesta, sorprendente: «usted me dijo que fuera ofensivo».

Todo esto era para argumentar lo que da la impresión, en lo que se ha convertido el debate político: ofender. Pero no pasar a la ofensiva en términos de ir a por todas, de arriesgar, ir al ataque en términos programáticos, dialécticos…se trata de medirse al rival mediante la injuria, la ofensa, el insulto. Las redes sociales, con todo lo bueno que tienen, son reservorio seguro de esa forma de entender las relaciones entre las gentes: lo que me gusta, un like, lo que no me gusta, un insulto. Se hace entre personas que no tienen nada que ver con la política, pero que en esa futbolización de lo que se supone que es un noble arte, el Facebook, Twister, Instagram…se convierten en el radio patio más lamentable pero perfecto para dar opiniones tan sesudas como: cabrón, tio mierda, y otras lindezas.

Todo eso podría quedar en el ámbito de la ordinariez social que nos invade a los comunes, pero la cuestionable, lo alucinante, es que los políticos se han contagiado de ese nivelito, o directamente creen que es la mejor manera de llegar a sus acólitos. En otros artículos ya comenté lo que viene a ser la estrategia, no solo en España, es algo mundial, de la derecha más extrema: deslegitimar al adversario, llevar al barro todo el debate, banalizar la política, extralimitarse en la mala educación. Es una estrategia que incluso cuando se les ha afeado, ellos ríen, la admiten y persisten. Lo peor es que esa manera de estar y ser en política se ha extendido e incluso, esto si es más un fenómeno español, ha contaminado a la que se entendía que era la derecha democrática, educada, conservadora pero respetuosa.

En estos días ha sido bastante desagradable asistir a la ceremonia, bien calculada, de insultos y despropósitos en torno a algunos acontecimientos que han sido utilizados para poner en marcha la máquina de esparcir odio: el fallecimiento de Almudena Grandes y la concesión de una distinción a Joan Manuel Serrat. Inaudito el nivel de ofensa que hemos tenido que soportar, y lo peor es que ya a nadie nos sorprende.

Indigno el comportamiento del Ayuntamiento de Madrid con Almudena Grandes. Indignos los comentarios sobre Serrat a raiz de su distinción. Que Almudena no sea merecedora de, ni siquiera, que el Alcalde vaya al tanatorio para saludar a sus parientes y amigos, que Almudena no se merezca, por roja y atea, ser hija predilecta de su ciudad, por la que tanto hizo ―lo que no hará Almeida, el alcalde, ni aunque viva diez vidas―, que Almudena no merezca el respeto de partidos que la han insultado gravemente en las redes.

Lo de Serrat tiene la gracia de que aún ―y esperemos que por muchos años― está vivo, y seguramente no le dará importancia a los que no tienen importancia, ni clase, ni estilo. Posiblemente sea el cantautor español más importante de nuestra historia, posiblemente sus canciones han supuesto un gran alivio para varias generaciones de españoles, posiblemente su repercusión ha hecho más por la marca España de lo que vaya a hacer algún que otro lider popular ni aunque viva diez vidas.

Son dos ejemplos de la política a la ofensiva, pero ofensiva de ofender.

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