Personas sentadas en la terraza de un bar, en una imagen de archivo.
Personas sentadas en la terraza de un bar, en una imagen de archivo.

Me gusta que la columna de opinión que semanalmente escribo para este medio salga publicada los domingos. Esta escrita normalmente los sábados, aunque ustedes la reciben en la edición dominical. Me gusta. Los domingos por la mañana tienen algo que en mi nostalgia lo emparenta con la primavera, da igual que haga frío, es la luz diferente, es la niñez como metáfora de esa estación. Los domingos por la mañana me hablan de grandes palanganas de agua bien calentita preparadas para esos baños de clase baja, y me habla de olor a jabón y a ese detergente que dejaba la ropa tiesa pero limpia hasta desteñir.

Los domingos por la mañana tenían ecos de mi equipo de fútbol por el transistor; jugaban, siempre en mi recuerdo sectario, contra un equipo que por entonces se llamaba San Andrés, a veces con otro que se llamaba Nástic, y llegaba a mi cama desde el dial fijo de cada día. Los domingos existían lo que comúnmente llamamos matiné, el cine por la mañana, o justito después de comer con rapidez ese bistec de ternera y de ternura que nos ponía la madre.

El cine siempre pensaba en los niños (hoy solo piensa en los niños habida cuenta, por lo menos en nuestra zona, que difícilmente encuentras en cartelera algún título que no sea para el "gran público"), e íbamos al Municipal a derrochar risas, palmas, exclamaciones de asombro con las llamativas y pegadizas canciones de Chitty Chitty Bang Bang y el dinámico Dick Van Dyke con sus estrafalarias coreografías (por cierto, en esos momentos no era, lógicamente consciente de que el guion del film era, nada más y nada menos, que de Roald Dahl). Al cine se iba bien vestido, que para eso era domingo, con un repeinado de raya al lado y un importante tufo de colonia que hacía de la sala por esos momentos de película infantil un lugar que por olores competiría hoy en día con esos supermercados de colonias, perfumes, geles, cremas y demás productos estéticos.

Los domingos por la mañana mucha gente iba a misa, desde luego me da la impresión de que muchas más que ahora, de hecho, no sé realmente si siguen existiendo misas de domingo por la mañana, supongo que sí. En cualquier caso, el domingo lo que no se hacía era ir a la plaza a jugar a la pelota ¡todos vestidos con la mejor indumentaria de fiesta como para ponerse a correr detrás de una pelota! eso estaba reservado para el resto de la semana y si algunos se atrevían a sacar una pelota, seguramente era ignorado por el resto de niños, unos temerosos de dios que no pensaban jugar al fútbol y estropear la reciente toma de la comunión en misa, y otros, como yo, temerosos de la babucha infalible de la campeona de lanzamiento de semejante artefacto directo a mi culo. El domingo no era para eso. El domingo era el día de la semana en el que se daba un paseo y, cosa esta muy importante, nos juntábamos, como pandilla recatada, un pequeño grupito de niños y niñas, modositos todos, comprábamos alguna chuchería y, por lo menos nosotros, procurábamos no hacer demasiado el ganso delante de las niñas.

Me gusta que esta columna se publique en domingo porque me lleva al mediodía mejor de la semana ¡Ojo! digo medio día porque normalmente, excepto en verano, a partir de comenzar a oscurecer, el domingo se convierte, seas niño o seas un adulto, en el momento en el que sabes que ya lo que queda del día es como un entrenamiento, como una concentración de jugadores de fútbol preparando un partido, pero en este caso, preparándote para ir al colegio al día siguiente, o al trabajo, que es el colegio de los mayores. Pero nada quita ese especial sabor que te deja esa mañana radiante, porque los domingos son como deben ser las primaveras, o posiblemente la primavera es como un domingo por la mañana, limpia y con una matiné especial.

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