Un niño leyendo, en una imagen de archivo.
Un niño leyendo, en una imagen de archivo.

Demasiado ruido. El suficiente como para que aquellos que solo precisamos de paz y tranquilidad nos reservemos en nuestro rincón de pensar, no para darle vueltas a ese ruido infernal que nos llega por todos los sitios, si no al contrario, lo que hacemos es buscar el refugio desde el cual, sin perder de vista que la realidad está ahí fuera y la percibimos por los sentidos queramos o no, intentamos sumergirnos en otras realidades, aquellas que nos dan el suficiente placer como para obviar asuntos domésticos que nos alteran, nos sofocan y socavan nuestra salud física, mental y emocional. Demasiado ruido para lo obvio, demasiado espectáculo donde la farsa se convierte, porque así lo hemos dejado, en realidades alternativas tan al gusto de los que creen que la vida es competencia, que la existencia en sí misma es una batalla contra otros, que los otros son aquellos que no entendemos, que viven de forma distinta a la nuestra ¡qué ruidosa es la ignorancia!

Demasiado ruido para poder sentarse a conversar tranquilamente. Ese griterío con ojos salidos de sus órbitas lanzando rayos contra el diferente, mejor dicho, contra la opinión diferente. Odiar está de moda, no nos conformamos con nuestra vida porque nos afirmamos destruyendo al de enfrente. Para brillar queremos apagar el brillo circundante, para parecer mejor, necesitamos a los peores ¡qué ruidosa es la mediocridad! Gente que desde su inseguridad nos falta al respeto porque teme ser descubierta en su ignorancia, en su pornográfica estulticia.

El refugio de las películas que nos avisan que el odio, aunque sea el de baja intensidad, ese que viene precisamente de la inseguridad y la ignorancia. El refugio de los libros ¿Quién no sería capaz de apaciguar o saciar su instinto animal leyendo cada una de las novelas de Cormac MacCarthy? El refugio de la conversación, el refugio de la solidaridad, el refugio de la empatía. Y mientras, nos empeñamos en querer pensar que somos inmortales, que podemos luchar hasta el final para que en el lecho de nuestra definitiva despedida alguien, no sé quién, nos de absurdamente la razón y te mueras henchido, como un pavo real pero podrido, no se conoce a nadie que haya muerto sano. 

En muchas religiones buscan la paz en eso que llaman retiros espirituales –pónganle el nombre que corresponda según la religión–, van al campo o a un Monasterio, e intentan aislarse concentrados todos en limpiar su alma, huir del mundanal ruido a la manera de Fray Luis de León, sacar de la cabeza –ese órgano que nunca nos deja descansar–, todo aquello que te perturba. Yo, que no profeso ninguna religión, supongo que lo tengo más difícil, aunque insisto en lo de Cormac MacCarthy o en películas que nos previene de esos machirulos adoradores de la violencia como solución de todo, como el film Masacre: ven y mira. Sin religión también hay paraíso y vacunas para evitar entrar en el desorden verdulero del griterío ensordecedor de aquellos que más que tener razón lo que quieren es que se la des desde la sumisión y la amenaza.

Por todo ello, ya que tanto me preguntan, me refugio también en la escritura y en el género del humor, aunque no les haga gracia, a mi me sirve y, aunque hay personas que prefieren el viejo lema de Tonto el que lo lea, yo soy más de tranquilo el que lo lea.

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