Verano del 25: el lujo

Lujo y elegancia se tornaron confusos, tal que se tratara de la diferencia de valor de uso o valor de cambio, que si algo se volvió moda por caminos y posadas fue una vulgaridad galopante

25 de agosto de 2025 a las 08:47h
Verano del 25: el lujo.
Verano del 25: el lujo.

Siguió, entonces, mi viaje a la inversa que el de Borrow y cuando llegué a la raya se diría que había llegado a un muro infranqueable. Por suerte los portugueses, menos albañiles que los españoles para esos menesteres, fueron los que me rescataron y pude cruzar el civilizado Alentejo, lo mismo en urbanismo que en estética, cuando ya pensaba que tendría que salir caminando; ni qué decir en gastronomía. A la sopa de 1,70, en el centro mismo de Lisboa, no hay entremés, tapa ni primer plato que se le pueda oponer. Y son magos capaces de que el coche de línea espere a que llegue un viajero trotamundos dispuesto a esperar al siguiente o alquilar un caballo y salir al trote.

Cáceres es, seguramente, la ciudad con más estrellas, michelín, que el cielo de Ávila, aunque lo que yo destacaría como superlativo es la posibilidad que disfruté de tomar un vermú exquisito delante de un Scully en el secreto de un salón con ambigú, con estrella michelín. Voy a confesar que ese placer, un lujo por calidad, un privilegio, fue el mismo placer que disfruté en el gabinete de Kasaka por él mismo, hallador de sus objetos y autor de sus transformaciones. Lujo es disfrutar, sin pagar entrada, de una de las mejores colecciones de arte contemporáneo como si fuera en Londres.

Lujo y elegancia se tornaron confusos, tal que se tratara de la diferencia de valor de uso o valor de cambio, que si algo se volvió moda por caminos y posadas fue una vulgaridad galopante, aunque pudiera resultar cara en precio de cambio. Me quedo con la sopa de 1,70 junto a unos señores que beben sus chatos de vino acodaos en la barra y a la tercera visita miran con familiaridad, u otra de 3,90 donde las camareras atienden con amabilidad sincera.

Caminaba por Pintores y no pude dejar de admirar la habilidad de una barrendera que recogía las cajas de cartón desechadas sin quebrarse las largas y delicadas uñas, fiebre de estos días. Diría que hasta almidonado llevaba el mono de uniforme, sin duda bien planchao. Lo que luego pude disfrutar en el teatro romano fue tan contrario y desprolijo que aconsejaría a las autoridades prohíban el uso de los abanicos durante las funciones, solo porque rasgaban el calor con tal furia que yo temía que cortarían el aire y caeríamos todos al foso, aunque no haya leones.

Café es café me espetó en la cara una camarera cuando pregunté si lo que servían era torrefacto. Entré porque lo que había sido monasterio era ahora hotel de cinco estrellas. Dos euros, costaba el bebedizo, y por 1,20 te dan uno buenísimo en cualquier taberna de cualquier barrio al otro lado de la raya. Lujo. La camarera de la taberna rayana me dijo ex cátedra que quien hace el servicio tiene derecho a poner el precio, ignorando que se trataba de un taxista que está sujeto a tarifa oficial y me quería cobrar veinte euros de más en mano: en negro. Creo, sin embargo, que lo más divertido fue la risa del ceceante sevillano y su compañera llena de apliques de oro y brillantes truchos cuando pidieron un café: “no queremos azúcar, ¿tienen sacarina?”. Todo explicado de corrido en castellano en Portugal, como si fuera el idioma oficial. El camarero les explicó que el café no lo ponen con azúcar, que se lo ponen ellos luego; por supuesto que en el platillo del café llegó un sobre de azúcar y otro de edulcorante, aunque no sea habitual. Igual. A ellos les dio un perrenque de risa, a escondidas, de desprecio hacia el camarero, que debía de parecerles un ser primitivo, un tipo verdaderamente amable y educado.

La fonda en que me hospedo, hubiera dicho el mismo Borrow, no tiene lujo ninguno, excepto que está a mano de todo. En la azotea una jovencita alardeaba con un compatriota suyo que “la sangría es la bebida más típica española, pero también la sirven en Lisboa”. Lo explicaba como si fuera una especialista en cultura hispánica, menos lusitana, y cambiaba del alemán al inglés, vestida con vestido moderado de fantasía o noche. Abajo, en el living de la fonda, espectacular, muy espectacular efectista, el living, una enorme cristalera permite a quien quiera sentarse en esa suerte de escaparate que forma ante el cruce de calles, a una cuadra de la Avenida da Liberdade. Se diría que lo más importante sea poder mostrarse y contarlo, además. Las habitaciones son compartidas para seis personas y hay dos baños por planta, con dos duchas y dos retretes, uno para chicos y otro para chicas. En el de los chicos, en mi planta, solo funciona un retrete. Lo considero todo un lujo, pero es una fonda, con la ventaja de que la gente que se hospeda es, al menos, turista. Podrán llegarse incluso a contar las condiciones reales de la fonda, aunque imagino que mostrándolas como circunstanciales y ajenas a la verdadera calidad de quien las cuenta. En este escaparate hay gente que se sienta y cuando se levanta abandona todo lo que usó y lo que le sobró, incluida una bolsa de basura, en una suerte de bodegón de la decadencia vulgar del quiero y no puedo, me siento elegido, elegante, y merecedor del lujo. ¿Qué lujo?

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