Bañistas de vacaciones en la playa Santa María del Mar de Cádiz.
Bañistas de vacaciones en la playa Santa María del Mar de Cádiz. MANU GARCÍA

En el metro del aeropuerto al centro todo el mundo me miraba con asombro y con envidia. Con asombro porque, yo creo, el abanico se había vuelto un utensilio necesario tan al norte de Europa; la envidia la identifiqué en las sonrisas cómplices de afirmación por el uso que hacía del mío, de mi abanico: el único del vagón.

En Cádiz no había sufrido el calor, llegar a Madrid fue como entrar en un horno, salir del aire acondicionado en Hamburgo resultó una enojosa sorpresa. Había abandonado la ciudad bajo una lluvia otoñal y regresaba con una canícula con la que ahora unos se caen del guindo y otros se hacen los longuis: el cambio climático. Expliquemos algo más profundamente ese folclorismo ‘hacerse el longuis’ sin volvernos filólogos en lenguas muertas: viene del latín liongus, que significaba huir de la propia responsabilidad como un cobarde. En el metro parece que ya estaba en vigor la nueva norma para ahorrar energía.

Los días de mi caos, una excursión que pude hacer y que ahora se me presenta la más necesaria de mi vida, empezaron por los horarios que desordenaron mi sueño, los baños en las aguas del Atlántico, las comidas hechas a deshoras y de sabores tan diferentes, las almas que encontré a mi paso, que desordenaron gustosamente el mío, y el lugar donde viví, poblado de imperfecciones desbordantes de hermosura: un cristal despintado, el lucido de una pared explotado por la humedad ya seca. Todos estos devencijamientos, todos, me mostraban los elementos de una vida no impostada, en medio de esta otra de ‘las cosas bonitas’. ¿Asusta lo feo? No, asusta lo no normativo, lo que se separa de las normas que nos hacen sentirnos seguros, porque nos aseguran nuestra pertenencia a la parte del mundo y de la vida a la que querríamos, quizá, pertenecer: la de ‘las cosas bonitas’. Las cosas caras y exclusivas, la de los lugares aristocráticos.

La ciudad donde vivo ofrece un escenario medieval hermoso y único, con su urbanismo original, y la metáfora perfecta. Lüneburg no es un hombre que proceda de Luna, la diosa Luna, sino de una palabra muy antigua, Hliuni, que en langobardo significaba lugar al que huir. Sin embargo, se inventaron que el nombre tenía que ver con la luna y le pusieron a la fuente de la plaza incluso un mosaico romano. Así somos o así nos hemos ido volviendo.

Pero nuestra forma de percibir el caos es selectiva. El caos climático lo enderezamos con palabritas que nos permitan seguir viviendo la glamurosa vida que lo produce o aspirando a ella; poniendo en duda que nuestra vida haga ningún daño a nada ni a nadie.

Las vacaciones sirven para descansar, escucho a todas horas, pero yo no quiero descansar. La otra versión es que para que las vacaciones hayan merecido la pena haya que haber subido todas las escaleras de todas las torres de Europa o haber llegado hasta la misma punta de las pirámides. A primera vista serían cosas contrarias y resulta que son lo mismo. Las vacaciones para descansar del trabajo duro y regresar descansadøs para un trabajo más duro o las vacaciones como prolongación del insaciable consumo de tiempo y recursos. Las vacaciones del descanso son las que mantienen horarios y costumbres como en nuestro cotidiano y nos ofrecen espectáculos de diversión banal. La vida para vivirla suele quedarse fuera de los prospectos. Los programas de vacaciones de aventura suelen estar basados, sobre todo, en vivirnos a nosotros mismos como actores de un espectáculo, que luego contaremos orgullosos y con un punto de desdén, quizá.

A todo esto me trae un alguien que ayer se paró ante mí, sentado en la escalera de un edificio renacentista único y manierista, mientras tomaba un café. Él partió de la base, acertada, de mi estado contemplativo, y yo sonreí cuando su respuesta fue que había salido de casa para dejarse ir hacia lo que las calles llevaran. La vida entendida como un río en el que podemos nadar, con todas las posibilidades que un río ofrece: movimiento, encuentros, cambios de lugar, olas, remolinos, sed, hambre, orillas. En una palabra: fluir. Fluir que tiene que ver con dejarse ir; no dejarse llevar, algo diferente. Fluir, en última consecuencia ser.

Tiene sus peligros esto de fluir, porque establece la diferencia entre ser y estar. En el ser nos pertenecemos; en el estar podemos dejar de pertenecernos. Estar de vacaciones no es ser-en-vacaciones. Peor. ¿Y se nos ocurriera que se puede ser, fluir, también en la vida cotidiana?

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