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Confiar en sus posibilidades. Creer en ellos. No hay otro camino.

La preocupación por el futuro de los hijos es una preocupación constante en la inmensa mayoría de padres. Digamos que es una constante “universal”. Y en el eterno dilema protección-autonomía (dentro-fuera), los padres tienen que ir soltando amarras para que sus hijos puedan valerse por sí mismos y salir al mundo. Pero siempre les queda la duda de si el hijo podrá conseguir esta meta sin un sufrimiento y esfuerzo “excesivos”.

Este hecho se da así, con independencia de las supuestas capacidades que cada hijo tenga. Y, porque tienen esa lógica preocupación, tienen esa lógica angustia. En especial, cuando estos padres cruzan la última puerta de la vida y entran en el inexorable camino de la vejez, es decir, de la muerte.

Esta preocupación está grabada en la propia función parental: los padres cuidan de sus hijos. ¿Cuánto tiempo? Siempre. Aunque no siempre de la misma manera. Solo en la ultimísima vejez los términos se invierten y son los hijos los que se convierten en cuidadores.

Los padres saben, por tanto, que la vida empuja a la prole fuera del nido. Cada vez más “fuera” y menos “dentro”. En este tira y afloja, los padres pueden fracasar: o por exceso o por defecto. A veces, hay padres sobreprotectores; a veces, hay padres negligentes.

En el ciclo vital de una persona hay momentos en los que la vida te reclama y debes crecer en autonomía e individualidad. Necesariamente. Es verdad que las personas que tienen alguna discapacidad (intelectual o no) suelen superar estas etapas con mucha dificultad y es posible también que no lleguen a alcanzar una autonomía personal “suficiente”, aunque “suficiente” sea aquí un término muy elástico (muchas veces lo conseguido es sorprendente para los propios padres). Parece lógico que ante esta incertidumbre final, los padres se sientan especialmente angustiados y vivan el futuro como una gran amenaza.

Hay que tener en cuenta que con mucha frecuencia estos niños con dificultades han venido escuchando durante toda su vida un doble mensaje: tienes que ser independiente y valerte por ti mismo: sal de casa; el mundo te va a hacer daño: quédate en casa.

Y el problema es que cuando uno recibe un doble mensaje que es contradictorio, lo normal (lo que nos pasa a todos) es que no sepamos qué hacer y que nos sintamos paralizados. Entonces, la angustia que se apodera del sistema familiar va “rotando” circularmente entre los diferentes miembros de la familia: de la madre al padre, del padre al hijo, del hijo a la madre… y así sucesivamente. Todos tienen miedo. Y todos pueden hacer síntomas: depresiones, ansiedad, dolencias psicosomáticas, violencias…

Es importante señalar que este doble mensaje contradictorio se emite de forma verbal (racional) y de forma no verbal (emocional). Por ejemplo: Una madre puede decirle a un joven discapacitado que vaya a la feria con sus amigos y a la vez comportarse de una forma triste o ansiosa de manera que consigue finalmente que el hijo “elija” no salir. Unos padres pueden querer que el hijo discapacitado pase la noche en un piso con sus amigos pero le aconsejan que no vaya porque “él siempre se pone muy nervioso cuando duerme fuera”. La casuística es enorme pero todos los ejemplos se resumen en esto: formalmente se le pide al chico que sea autónomo pero algún miembro de la familia hace un síntoma para que no pueda serlo (ansiedad y enfermedades de la madre, angustia del padre, colon irritable del propio chico, miedos irracionales, rituales obsesivos… etc.).

Efectivamente, cuando los padres se asoman a la vejez, todos los fantasmas que habían estado más o menos “controlados” se desatan y puede aparecer, una vez más, ahora con toda su virulencia, la cronicidad de un duelo no superado. Los padres sienten que les toca irse de este mundo y sienten que su hijo no está lo suficientemente preparado para “quedarse solo”. Aparecen entonces una serie de estrategias cuyo fin es conseguir para su hijo la vida más fácil posible: herencias, usufructos, depósitos monetarios…etc.

Todo esto está muy bien, pero, claro está, nada es bastante para conseguir la suficiente  tranquilidad. Ahora bien, pensar que los padres son responsables de la felicidad de sus hijos es un error. Los padres deben cuidar a sus hijos y enseñarles para la vida. Nada más. Y nada menos. Y es lógico que los padres cuyos hijos tienen más dificultades para aprender y –por tanto- para ser autónomos, sientan una preocupación mayor. Pero el esfuerzo grande se debe dar en los primeros años de la vida del hijo, no al final de la vida de los padres. En la etapa de la infancia y de la adolescencia, los padres han de intentar superar sus propios miedos, sus propias angustias, sus propias tristezas para ayudar eficazmente a sus hijos a alcanzar el mayor nivel de autonomía posible. Confiar en sus posibilidades. Creer en ellos. No hay otro camino.

Y confiar y creer en las miles (millones) de personas, asociaciones y fundaciones que levantamos la bandera irrenunciable por ofrecer una vida digna para todos nuestros hijos, especialmente para aquellos con los que el destino no ha sido muy benevolente, por decirlo con suavidad.

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