El personaje de 'Meñique' en Juego de Tronos. FOTO: HBO
El personaje de 'Meñique' en Juego de Tronos. FOTO: HBO

La adolescencia es una etapa convulsa en la vida de un ser humano. La persona ha dejado atrás su niñez, pero todavía no ha llegado a ser adulta. Es, pues, un periodo de inestabilidad en el que se está descubriendo la identidad propia y la autonomía individual. Pero, claro, en la medida en que aún se está en proceso de búsqueda, a veces puede resultar algo desquiciante para quienes lo observan desde una posición adulta. Y de ahí la mala prensa de la adolescencia, que realmente no tiene nada de negativo por sí mismo. Es eso: una etapa. El problema sí puede aparecer cuando ciertos rasgos de la adolescencia se observan a escala social entre adultos, algo sobre lo que vienen llamando la atención desde las ciencias que analizan el comportamiento humano.

No hablamos aquí de que sea malo mantener la llama de la niñez en nosotros —quien aquí les escribe es un poco niño grande—; ni siquiera desear una inexistente fuente de la eterna juventud. No es este el típico artículo rancio criticando que personas adultas vistan de forma juvenil o disfruten con las películas de Marvel o de Disney. Ni siquiera que se implanten pelo en Turquía. Se hace referencia, por el contrario, al problema de que no alcancemos como individuos y como sociedad una necesaria madurez. Y, claro, si esto es algo que podría ya llamar la atención en situación de normalidad, nuestras nuevas normalidades nos revelan su gravedad con especial virulencia.

Los adolescentes están construyendo su identidad y, por ello, no siempre saben todavía lo que quieren. Así que lo mismo opinan hoy una cosa que mañana otra diferente. ¿Les suena? Tenemos a líderes políticos, influencers y personas anónimas actuando exactamente así. Quizá el caso más estrambótico sea el del tal Spiriman, que pasa de decir que el Covid-19 es irrelevante —“pollanovirus”, lo llamaba— a tildar de “asesino” al Gobierno por haber reaccionado tarde; de afirmar con palabras poco delicadas que debemos estar confinados a reivindicar que tenemos que salir libremente de nuestras casas; de pedir que los niños puedan jugar en la calle libremente a tildar de asesino a quien acaba permitiendo su salida controlada. Y aquí no ha pasado nada.

Los adolescentes necesitan modelos de comportamiento, espejos en los que mirarse en esa mencionada búsqueda de la identidad. Y en ocasiones un adolescente tiene figuras cercanas que cumplen ese rol —familiares, profesores, amigos, etc.—, aunque en otras se trata de figuras públicas. Pero, claro, el criterio aún no está formado como para saber elegir esos modelos de comportamiento. Pues el caso es que esto es cada vez más generalizado fuera de las edades propias de la adolescencia. Como señalaba Bob Pop en un corte del programa Leit Motiv que se hizo viral hace un par de años:

"Elegimos bien las causas, pero elegimos mal los representantes. Incluso elegimos mal a los enemigos. [...] Estamos defendiendo la libertad de expresión a través de un rapero botarate; estamos defendiendo el feminismo a través de concursantes de Gran Hermano; la lucha contra la homofobia a través de cantantes de karaoke; estamos defendiendo la integridad creativa con letras de Mecano; el debate intelectual, con tuiteros; o la pluralidad democrática, con Falange. Y a lo mejor el problema es que hay demasiados influencers y muy pocos referentes".

Yo he asistido estos días con gran pasmo a que la derecha enarbole a Quique San Francisco como un gurú en el plano político. Idéntica sorpresa tuve cuando la izquierda respondió enarbolando a Jorge Javier Vázquez. Nos pueden caer bien o mal, podemos coincidir en puntos de sus discursos, pero... ¿es lógico que una sociedad madura en un momento dificilísimo tenga a San Francisco o Vázquez como líderes de opinión en el plano político y/o científico?

Los adolescentes tienen un enorme sentido de la justicia. En su proceso de formación de la identidad, necesitan tener claro qué está bien y qué está mal. Y esto, que puede ser positivo en el proceso de formación de una moral propia, suele llevar a que se crean justicieros. Por la incertidumbre que sienten, exageran las faltas desmesuradamente y no creen en las gamas de grises. Y ahí estamos en este país de las dos Españas, con insultos de “asesino” a un Gobierno que, mejor o peor —tiempo habrá para el análisis y la crítica—, está haciendo lo que puede en unas condiciones imposibles. Pero no crean que es solo una cuestión ideológica. Estos días hemos visto imágenes de justicieros de balcón abroncando a personas que andaban por la calle, sin saber sus circunstancias o motivos. Asimismo, hace unos días se permitió por primera vez que los niños dieran un paseo, y mi sorpresa fue que también hubo dos Españas, como en tantas cosas. Estaban, por un lado, los que creían que la permisividad con los niños había sido prematura, que ningún padre español había mostrado un mínimo de responsabilidad, y que íbamos de camino a nuestro fin como sociedad; y, por otro lado, los que defendían que opinar que aún era pronto para esta medida era propio de desalmados, y que todos los padres estaban siendo responsables por su propia naturaleza paternal. El gris —que podría implicar, por ejemplo, que había numerosos casos indeseables que habría que monitorizar pero que quizás no fueran generalizables y, además, al ser el primer día era normal que todo el mundo saliera a la vez— sencillamente no existía. O epifanía o apocalipsis.

Los adolescentes tienden también a ser, por los mismos motivos, extremadamente críticos. Aunque esto es algo que suele traer de cabeza a padres y madres, vuelve a ser un proceso necesario en la formación de la propia identidad. Otra cosa es que nos convirtamos eternamente en la encarnación de la ira en el filme Del revés y, además, orientemos nuestra ira en todas direcciones sin control alguno. Lo mismo para decir “¡es que no hay plan!” cuando no hay un plan de desconfinamiento que para decir “¡es que no me gusta el plan!” cuando sí lo hay. Un poquito de pausa, de control y de orientación en la capacidad crítica suelen ser signos de una personalidad madura. De lo contrario, no estaremos mostrando pensamiento crítico, sino una mera actitud caprichosa y pueril.

Los adolescentes, por último, necesitan afirmar su independencia respecto a sus padres y a cualquier otra figura de poder. Así, es muy habitual que sean profundamente antiestablishment. Y no tiene nada de malo; es la formación de un pensamiento crítico que, asentado, debe ser la base de un ciudadano maduro. Pero, claro, cuando ser antiestablishment no es más que una pose banal que se prolonga en el tiempo, estamos perdidos. Personajes como Trump o Bolsonaro deben su relevancia a estos individuos. El fondo es profundamente reaccionario, pero instrumentalizan la necesidad de independencia de estos adolescentes recalcitrantes, y lo hacen incluso autodefiniéndose como “librepensadores” o “políticamente incorrectos”. Reaccionarismo cool.

En fin, creo que especialmente en tiempos de dificultades, de polarización, de noticias falsas y, en definitiva, de innumerables amenazas económicas, políticas y ambientales, necesitamos una sociedad que razone y evalúe de un modo maduro y responsable, así como sustituya la proclama y el zasca por una cultura del pensamiento y el entendimiento. Quien mantenga trazos de este comportamiento posadolescente que he intentado describir a lo largo de estas líneas seguramente se vea a sí mismo como un Braveheart del siglo XXI, pero lo cierto es que no es más que carne de cañón para aquellos que saben aprovecharse de los demás cuando median tiempos revueltos. “El caos es una escalera”, decía Meñique en Juego de Tronos.

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