Tarde de miércoles. Arrastrando aún esa dulce sensación de sueño que me produce la siesta, sin apenas tiempo para dar un descanso a mis ojos, me dirijo a la parada del autobús que va hacia La Barca.

Tarde de miércoles. Arrastrando aún esa dulce sensación de sueño que me produce la siesta, sin apenas tiempo para dar un descanso a mis ojos, me dirijo a la parada del autobús que va hacia La Barca. Son las cinco; esa hora en que algunas mujeres que trabajan en Jerez vuelven cansadas a sus casas.

Observo que siempre son las mismas y que entre ellas hay esa complicidad que da el compartir parecidos problemas, experiencias e ilusiones. Por eso, durante el viaje, aprovechan para hablar de sus cosas. En esas conversaciones suele participar el chofer, al que todos llaman por su nombre de pila, con total confianza. Esta tarde, una mujer de casi setenta años habla sin pudor de su marido: del poco dinero que le da ahora, cuando antes, de jóvenes, era una alegría los billetes que le traía a casa. La “pobre” se queja, pero, con sorna, aclara que ella, con su pequeña paga ya se apaña, lo paga todo y ayuda a sus hijos en lo que puede. Bromea con el tema y, de forma muy graciosa, explica que cuando quiere sacarle algo (al marido) hace un poco de teatro y le anuncia que va a venir el de la electricidad a cortar la luz de la casa y además que ya puede ir llenando la bañera de agua, porque están a punto de cortarla. Para más “INRI” le advierte que no abra la puerta a nadie y así se escaparán del desastre que se avecina.

La conversación transcurre entre la narración de la mujer y las risas escandalosas del conductor y las pasajeras, sentadas detrás de él, con el que muestran una gran familiaridad, porque también lo llaman por su nombre de pila. De pronto, una joven da una voz y le dice al chofer que no ha parado donde ella le ha dicho, que si piensa llevarla hasta el pueblo. En plena carretera, entre Jerez y La Barca, sin apenas arcenes, el autobús se para y deja a la chica cerca del camino que lleva a su casa, en mitad del campo. La mujer que antes explicaba sus “cuitas” con el marido pide parada. Debe de vivir en unas casas de campo que se ven desde la carretera. Entonces recuerda a Juan que le guarda aquellas gallinas que le había encargado; que son buenísimas y que ponen cada día una docena de huevos. El chofer le sigue la corriente, como si quisiera “escaquearse”. Seguro que ha resuelto ya esa compra y no tiene ganas de compromiso, pienso para mis adentros. 

La tarde cae y los cielos de este inmenso llano se colorean de rosa-rojizo. El verde de las siembras se oscurece por momentos. De vez en cuando un alcornoque solitario rompe la monotonía del paisaje y lo hace más hermoso si cabe. Yo escucho las conversaciones, sonrío de vez en cuando, pero no intervengo. Deben de pensar que soy un bicho raro, porque en el autobús todos hablan entre ellos y hacen bromas continuamente. De pronto, Juan, el conductor grita con alborozo: - ¡mirad, mirad, conehos, conehos!, uno, dos, tres… qué cantidad de conehos. Las mujeres le emulan, miran a los sembrados y, efectivamente, todas ven los conejos; menos yo que me vuelvo loca mirando, mirando y nada, ni uno.

Ahora la conversación gira en torno a las diferentes formas de guisar el animal. Juan, un hombre robusto, tirando a gordito, dice que a él le encanta el guiso de arroz con conejo y las mujeres van relatando, relatando… Cada cual comenta cuál es su comida preferida y cuales sus pequeñas fobias y manías. 

Ya ha anochecido y voy de vuelta a casa. De nuevo es Juan quien conduce el autobús, que a esta hora no lleva más de seis personas. Dos mujeres, sentadas justo detrás de él le recuerdan que es San Valentín y que su mujer seguro que está esperando que llegue con algo para felicitarla. A Juan le parece normal eso de tener que comprar un regalo, aunque el hombre lleva  diez  horas conduciendo. Esta vez la conversación va de detalles de amor entre las parejas; y de nuevo transcurre entre risotadas y bromas. Las mujeres le advierten que con una rosa sería suficiente para dejar contenta a su esposa, que a las mujeres nos gustan los pequeños detalles y que los hombres nos tienen que cuidar, porque ya estamos en otros tiempos y si no, nos largamos. La respuesta del conductor es divertida: - ¡Es que a las mujeres les gusta más una mudanza…! Las risas ahora se convierten en sonoras carcajadas. Y eso que el pobre Juan estará agotado con tantas horas conduciendo, como él mismo se encarga de aclarar, preguntándose cómo puede tener todavía ese humor. En ese momento ya estoy participando del jolgorio, añadiéndome a las risas. De nuevo el conductor muestra su gusto por la buena mesa y confiesa que a él el mejor regalo que se le puede hacer es unas ricas papas con chocos.  Esta afirmación no es más que el ejemplo de una especie de filosofía de la vida muy sencilla que también comparte con los viajeros:

- Que la vida son dos días y como a mí lo que más me satisface es la buena comida, así que no me privo de 'na'. Yo no tendré dinero, pero disfruto de 'to' lo que me apetece.

La noche se ha echado encima y hay poco tráfico por la estrecha carretera, sin señales, ni arcenes. Yo me sobresalto cada vez que se cruza otro vehículo, sobre todo si es grande. Pero Juan conoce cada tramo del camino, y tranquilamente coge el móvil y empieza una conversación con alguien a quien pide que limpie bien no sé qué coche. Debe de ser un mecánico que le está poniendo a punto un vehículo propio. Mientras, conduce con una sola mano y yo estoy pendiente de todo, porque eso me da una cierta inseguridad. Luego comenta la “jugada” con las mujeres y se queja de lo poco cuidadosa que es la gente con la limpieza, que a él una de las cosas que más le molestan es la suciedad, y bla bla bla … Ellas bajan en otra de las pequeñas poblaciones gemelas de la zona.

Estos pueblos son como puntos blancos en el inmenso verde del valle, con casitas que parecen de juguete, una pequeña iglesia y una plaza encantadora de planta cuadrada, con arcos y portales. Es la zona de colonización, nacida en los primeros decenios del régimen franquista. Ahora un chico joven, sentado al lado derecho de Juan, en el primer asiento, comenta con él algo de su trabajo. No hay duda: se conocen. Está buscando a su jefe, con el que ha quedado por “allí”, en alguna de las innumerables ventas del camino hacia Jerez. Como conoce el coche que lleva, cree que lo verá aparcado por alguno de los descampados cercanos a la carretera. Seguimos camino, pero esta vez, Juan va observando el panorama a ver si encuentra el coche del hombre al que busca el pasajero. Y lo encuentra:

- ¡Ahí está, para!, le dice el muchacho.

Y Juan para el autobús, sin dejar de advertir al joven que lo que tiene que hacer es sacarse el “carné” ahora que tiene tiempo.

Ya estoy sola en el autobús. Quedan apenas dos o tres kilómetros y la situación es algo embarazosa. Hasta ese momento la conversación ha sido continuada y ahora, sólo una queja de Juan sobre las locuras que hacen algunos jóvenes conduciendo, refiriéndose a uno que se cruza en su camino. Luego… silencio, hasta que le anuncio que bajaré en la parada de El Minotauro, a cinco minutos de mi casa. Son las nueve de la noche y respiro aliviada, aunque en mi rostro se dibuja una leve sonrisa… 

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