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Su señoría tenía la sonrisa descarada y peripuesta de Ana Rosa Quintana, y eso que nos casó a la hora del ángelus. Empezaba una nueva vida. Pura ilusión.

La jueza que nos unió -y no precisamente en santo matrimonio, ni falta que hacía- no puso objeciones ni nos preguntó qué habíamos votado en las últimas elecciones. Su señoría tenía la sonrisa descarada y peripuesta de Ana Rosa Quintana, y eso que nos casó a la hora del ángelus. Empezaba una nueva vida. Pura ilusión.

Las vacaciones se salvaron a pesar de un tifón sobre las playas de México lindo, en las que el joven que nos ponía los cócteles se nos parecía al subcomandante Marcos. Mientras imaginábamos la cara del subcomandante por las noticias, supimos que Obama -refregándonos su Nobel de la Paz- había venido a Rota esperando que le invitaran a una tapa de arranque roteño en el comedor de la Base Naval. Pero no pudo ser. El avión salió demasiado pronto para casa. Ningún sitio mejor que la propia, aunque sea blanca y prestada.

A la vuelta, en las radios nacionales hablaban de pollos a la salmonela y carajos envasados al vacío. Esto último siempre es una garantía, aunque no sabemos para qué. Fuera, el mar estaba en calma y daba gusto –otra vez el pecado-. Solventamos el tema con baños de arenas como los elefantes; que en el salón se correspondían con dos ejemplares de cerámica con la trompa en su sitio para desearnos vigor y felicidad.

A los pocos días unas ligeras molestias en la tripa rompieron la tranquilidad y los ejercicios sexuales de rigor. Problemas de continencias en las válvulas de escape, retorcijones a destiempo y un poquito de vómito. “¿No estarás embarazado?”, preguntó mi suegra. Tuve que jurar que no.

De fondo seguía el mar y la madre que lo parió. Desde el retrete de diseño se veía la bandera azul del chiringuito. Y revuelta al retorcijón. “Amor, así no se puede”, comentó ella.

Terminé en la habitación del hospital con una ración de suero en vena y una médica MIR guapísima mirándome con ternura y compasión. Fue la mejor solución para el estrés. O eso pensé.

En los informativos, las niñas monas de la tele hablaban del alto número de robos previstos en viviendas en verano. En la radio las compañías de seguridad afirmaban que a nosotros también nos pasaría. ¿Sería verdad que no dejarían ni una cucharilla de la cubertería de plata, regalo de mamá?

Nada. Solo quedaron algunos muebles de Ikea porque no les dio tiempo a desmontarlos. Nadie vio nada. El portero automático tampoco. Y el perro de porcelana -regalo de una tía amante de la cultura china-, tampoco.

Nos quedó el agradable consuelo –que diría mi amor- de que nos diesen por culo. Una alerta en el móvil nos recordó que dos días después nos cargaban la hipoteca con cuarenta y dos grados a la sombra. “Sí señor, es verano".

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