Un unicornio en el yate

Ante la inmensidad del mar no todos somos iguales. El año pasado, 2.300 personas murieron mientras intentaban cruzar el Mediterráneo con destino a Europa.

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

La imagen de una patera en una fotografía de archico.  SALVAMENTO
La imagen de una patera en una fotografía de archico. SALVAMENTO

Frente a la inmensidad del mar, todos somos iguales. Esa lección nos la enseñó el Titanic cuando se hundió en las aguas del Atlántico a pesar de que iba hasta arriba de ricachones a bordo. Las grandes fortunas de los pasajeros de primera clase no les sirvieron de mucho para mantener la vida. La naturaleza pudo más. Parece que habíamos aprendido algo valioso pero en los tiempos que corren tengo mis dudas. Y es que estos días ha atracado en Ibiza el yate más caro del mundo. Está construido con más de 100.000 kilos de oro macizo y platino, y su precio ronda los 4.000 millones de dólares. Por si no fuera suficiente, una de las paredes del yate está realizada —al parecer— con auténtica roca de meteorito y se encuentra presidida por una estatua esculpida con huesos de un verdadero tyrannosaurus rex. Si nos ocurriera algún percance a bordo —como algún recado vital que hemos olvidado dar al servicio— podemos emplear para ello un Iphone forrado por quinientos diamantes cuyo botón de encendido es, cómo no, un diamante rosa de 7,4 quilates. Yo aún estoy intentando comprender cómo es posible que con tanto pedrusco este trasto logre flotar, pero si les interesa sepan que lo pueden alquilar para una escapadita. El precio, eso sí, es alto, aunque nada comparable con el ridículo que puede suponer naufragar en él. Yo lo aviso.

Mientras el yate de oro surca los mares, otras embarcaciones más modestas también tratan de hacerlo. El año pasado, 2.300 personas murieron mientras intentaban cruzar el Mediterráneo con destino a Europa. La mayoría lo hacía en una zódiac, un cayuco o una patera. Sin medidas de seguridad, sin ningún tipo de garantías y con más miedo a bordo del que la goma o la madera pueden soportar. También es posible alquilar una plaza en ellos aunque los requisitos son exigentes: hay que manejar bien los nervios, tener poco que perder y demasiada hambre a las espaldas. Parece ser que ante la inmensidad del mar, no somos todos iguales. Depende de la luz de los metales preciosos o del negro profundo de la noche.

Y es que la vida nos regala constantes muestras de estridencia y otras tantas de tragedia que las hacen sonrojar. Así es la comedia humana. La boda galáctica de estos días nos lo ha vuelto a ilustrar. Gastarse más de tres millones de euros en un día está al alcance de pocos bolsillos —los del magnate malayo que encargó el yate de oro y un puñado más— y tiene difícil justificación más allá de los caprichos absurdos de nuevo rico y su acuciante catetismo. Actuaciones que cuestan un millón, parque de atracciones ambulante, medio millar de invitados y catedral de leyenda. Hasta Amazon estuvo presente en el enlace y como patrocinador, que es lo que interesa. Todo para componer un ostentoso esperpento televisado en el que se echaba demasiado en falta lo único que nadie había comprado: el más mínimo pudor. Sinceramente me asombra que los discretos novios y su buen gusto no hayan alquilado el yate de oro y diamantes para surcar el Guadalquivir y atracar en la Torre del oro. También me sorprende que no hayan procedido a la cría de un caballo transgénico al que implantarle un cuerno de colores. Habría sido impagable la estampa del novio cabalgando la eslora del yate de oro a lomos de su unicornio. A fin de cuentas, no se habría alejado tanto de lo que vimos por la tele el sábado pasado. Definitivamente, nunca fuimos todos iguales en el mar y nunca tuvimos los pies a la misma distancia de la tierra.

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