Un buen partido

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Póster del Partido Comunista chino, 1968.
Póster del Partido Comunista chino, 1968.

Si hubiera que comprimir en una sola voz el barullo de los enjambres de susurros, de las autopistas informativas, de las goteras cibernéticas de nuestros hogares, sin duda sería la de “tienes que tomar partido”. Tienes que tomar partido, no te puedes quedar en tu casa sentado en el sofá. Si te quieres quedar sentado, al menos toma partido. Suscríbete a la causa. Convence a tu primo. Comparte en las redes.

No sé cómo será en el mundo real, pero en el de las ideas no existe, nunca ha existido, un “buen partido”. Todas las posiciones partidistas deshumanizan a terceros, de forma directa o indirecta. Todas generan nebulosas de enemistad, fantasmas contra los que batirse hasta la muerte. Pero, a diferencia del Quijote, aquí el espejismo de los gigantes no envuelve cueros de vino o máquinas con aspas y poleas, sino seres humanos. La ideología es, cuanto menos, una amenaza latente contra los semejantes, que se disparará en cuanto ese enemigo se ponga en pie. Ponerse a favor de unos es necesariamente ponerse en contra de otros, de potenciales otros. Contra aquellos que entienden no tomar partido como una situación insostenible, a mi juicio lo insostenible, lo impensable, lo quimérico, es hacerlo.

Por supuesto, las estructuras partidistas saben sacar partido de esta dificultad. Las más exitosas, las más tenaces, son las que predican el amor más elevado que alcanzan a concebir, que acto seguido identifican con ellas mismas. Es la trampa del amor furibundo. Esta Iglesia o aquel Partido identifican el bienestar de la humanidad con su propia actividad o, más frecuentemente, con su futura actividad (caso de llegar al poder, de ganar influencia en la sociedad, etcétera). Es no sólo de esta manera, sino por este método y bajo estas credenciales, que se obtendrá la mayor felicidad para todos. Bajo estas premisas, las resistencias han de ser inevitable, aun trágicamente, suprimidas.

Quizás haya una relación entre la creciente conciencia acerca de esta curiosa característica de las ideologías y la proliferación de las pequeñas causas. Causas deslavazadas, causitas y causillas, que nadie acertaría a incardinar en un programa coherente, pero que conmueven lo suficiente como para dar cada día varias vueltas al globo. Las viejas posturas partidistas tratan de apropiárselas y de justificar, cómo no, que sólo ellas tienen el derecho moral a hacerlo. Sus simpatizantes, en la letra o en el espíritu, se lamentan de que, en términos estrictamente lógicos, son un fárrago, un desorden.

En el revoltijo de las causitas se encuentran ideologías polarmente opuestas (izquierdas y derechas, creyentes y ateos, activistas y magnates…), pero también muchos simpatizantes que no han formulado claramente una ideología. Parece ser otra cosa lo que los guía, alguna suerte de emoción que comparten, que atraviesa las construcciones ideológicas con la indiferencia que la luz pueda sentir ante la panoplia de estilos arquitectónicos. Quizás un mundo arrastrado por causitas no es un espectáculo tan pesadillesco como parece, e incluso es tentador verlo como una vuelta a las raíces, si entendemos el corazón como raíz de lo humano.

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