"Tú te debes a tu público" (y otros consejos no pedidos)

En una época en la que solía ir al gimnasio con regularidad, recuerdo cómo un hombre se acercó a decirme que estaba usando mal una máquina. No pidió permiso. No preguntó si necesitaba ayuda. Simplemente asumió que, por ser hombre, sabía más

09 de junio de 2025 a las 12:43h
Margarita Lozano en una conferencia en la Biblioteca Municipal de Jerez.
Margarita Lozano en una conferencia en la Biblioteca Municipal de Jerez.

Hace justo un año, tuve el privilegio de participar por segunda vez en el ciclo "El archivo del mes", organizado por el Archivo Municipal y el Ateneo de Jerez. El tema que abordé en aquella conferencia está directamente relacionado con el trabajo de investigación al que había dedicado los últimos tres años de mi vida hasta entonces y que, recientemente, he plasmado en mi último libro: las mujeres en los territorios recién conquistados para la Corona de Castilla.

Fue una jornada intensa, especial. La sala acogía a un público diverso, atento, formado en buena parte por profesionales del ámbito de la historia, pero también por personas interesadas en el patrimonio, en la memoria histórica, en comprender mejor el pasado para mirar con más perspectiva nuestro presente. Como es habitual hoy en día, la charla también se retransmitía en directo a través de las redes sociales, lo que permite llegar a otras audiencias y enriquece el intercambio, pero también lo complica.

Al terminar, salí emocionada, aunque agotada. Fue una exposición densa, rigurosa, dentro de un marco académico y especializado. Recalco esto último porque tiene importancia: no era una tertulia informal ni una sesión didáctica para estudiantes. Era una conferencia en un ciclo que desde hace años reúne a investigadores, arqueólogos, archiveros, historiadores, y profesionales que trabajan con fuentes primarias, documentación y metodología.

No habían pasado ni diez minutos desde que abandoné la sala cuando recibí un mensaje de Facebook Messenger de un señor que no conocía. El mensaje decía algo así como: “He seguido tu ponencia y había partes que no comprendía. Tienes que tener en cuenta que tus seguidores no somos estudiantes de historia. Te debes a tu público”. Un comentario que, dicho sea de paso, no era una pregunta ni una sugerencia amable, sino una especie de corrección paternalista que me dejó entre atónita e irritada.

Lo publiqué varios días después en la red social X (antes Twitter), acompañado del siguiente comentario: “Señoro que viene a decirme cómo hacer un trabajo en el que he empleado los últimos tres años”. Lo que ocurrió a partir de ahí ya no dependió de mí. El post se viralizó y empezó una conversación inesperada, con reacciones de todo tipo. Hubo quien me apoyó rotundamente —y les agradezco de corazón su empatía— y hubo, cómo no, quien saltó a defender al señor del mensaje.

Estos últimos, en su mayoría hombres, afirmaban que yo era una elitista, una academicista, que despreciaba al público general y que no sabía comunicar. Algunos, sin haber visto siquiera la conferencia, se permitieron juzgar mi actitud, mi tono o mi manera de exponer.

Es curioso, o más bien predecible, cómo en situaciones así nunca faltan voces masculinas que aparecen para explicar a una mujer cómo debería hablar, trabajar, comportarse. Lo hemos vivido todas. Lo vivimos constantemente. Este fenómeno tiene un nombre: mansplaining. No me gusta abusar del anglicismo, pero es una palabra útil porque describe de forma muy precisa una experiencia tan cotidiana como frustrante: cuando un hombre le explica algo a una mujer con condescendencia, partiendo de la suposición de que él sabe más, incluso aunque ella sea una experta en el tema.

El ejemplo de aquella conferencia no es un caso aislado. Es una manifestación más de un patrón que muchas mujeres reconocemos con una mezcla de hastío y resignación. En mi caso, ha ocurrido en diferentes contextos, siempre con el mismo guion de fondo. En una época en la que solía ir al gimnasio con regularidad, recuerdo cómo un hombre se acercó a decirme que estaba usando mal una máquina. No pidió permiso. No preguntó si necesitaba ayuda. Simplemente asumió que, por ser hombre, sabía más. No tenía ni idea de que en aquel momento yo llevaba tiempo entrenando y seguía una rutina diseñada por una profesional. Pero eso daba igual. Él “solo quería ayudar”.

También me ha pasado aparcando. Solo un hombre —un hombre al azar, repito— se ha parado en mitad de la calle para decirme cómo debía girar el volante. Ni le pedí ayuda, ni la necesitaba. Solo él, espontáneamente, pensó que debía intervenir. ¿Por qué? Porque sí. Porque puede. Porque está autorizado socialmente para corregir a una mujer aunque ella no le haya pedido nada.

Durante los siete años que trabajé como guía en un palacio de la ciudad, también viví episodios similares. Siempre había alguno —uno al menos, por visita— que intentaba explicarme un detalle sobre el edificio, o sobre una obra, o sobre un periodo histórico. A veces era información errónea, directamente falsa. Otras veces eran matices que yo ya conocía y que, simplemente, no eran relevantes en ese momento de la visita. Pero eso no impedía el impulso corrector. Es como si algunas personas no soportaran que una mujer tenga el rol de experta. No pueden evitar intentar demostrar que saben más, aunque no sea el caso.

En las redes sociales ocurre algo similar, pero con un agravante: el anonimato o la distancia física potencian la impunidad. Hay un grupo reducido —aunque persistente— de varones que solo aparecen cuando publico algo relacionado con historia andalusí para señalar errores que, en realidad, no son tales. Porque en este campo, como en muchos otros de la historiografía, lo que existen son interpretaciones distintas según a quién leas. No es que los hechos no hayan ocurrido, sino que las crónicas, las fuentes, los contextos… todo es susceptible de matiz y lectura crítica. Pero eso no les importa. Lo que les interesa es marcar territorio, corregir desde una autoridad que no se han ganado y que nadie les ha pedido ejercer.

Ni mi perro, Sancho IV, marca tanto territorio.

Porque no se trata solo de corregir detalles o discutir interpretaciones: a veces el objetivo, más o menos disimulado, es directamente cuestionar tu legitimidad, tu voz, tu presencia en ciertos espacios. O para insinuar que no estoy capacitada para hablar de ciertos temas. Como si necesitara un permiso implícito del “macho alfa” de la historiografía local. Con el tiempo, he aprendido a responder con ironía o, directamente, a ignorarlos. Pero no deja de ser agotador. Una espera críticas, claro, pero otra cosa es la desautorización sistemática basada no en argumentos, sino en prejuicios de género.

Lo más revelador del episodio del post viral, sin embargo, no fue el mensaje original, ni las reacciones más virulentas. Lo más interesante fue una respuesta en concreto, de un hombre que escribió con respeto lo siguiente: “Sin querer meter baza, es por aprender: ¿te hubiese molestado igual si te lo hubiese dicho una mujer?”.

Y ahí está, precisamente, el punto clave de toda esta historia. No. No me hubiese molestado igual. Porque ninguna mujer me ha dicho nunca algo así. Ninguna me ha corregido con condescendencia. Ninguna ha aparecido para darme lecciones no solicitadas sobre mi trabajo. Lo que sí he recibido, de muchas mujeres, han sido palabras de apoyo, reconocimiento, interés genuino, preguntas sinceras, observaciones enriquecedoras.

Lo diré más claro: nunca una mujer me ha dicho “esto no es así” sin haber escuchado primero lo que estaba diciendo o sin tener la cortesía de preguntar antes. Esa actitud de corrección automática, de superioridad asumida, de autoridad espontánea, es una actitud esencialmente masculina. No digo que todos los hombres la tengan. Pero sí digo —y no es una percepción personal, sino una experiencia compartida por muchas— que siempre es un hombre el que viene a “enseñarte” cómo hacer algo en lo que llevas años trabajando.

No, no todos los hombres son así. Pero siempre es un hombre el que es así. Y esa frase, aparentemente sencilla, lo resume todo.

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