Tres meses sin beber alcohol en Jerez: crónica de una decisión que incomoda incluso más que el propio alcohol

Yo también he dicho eso de "a un agua con gas no te invito", como si el gesto de brindar solo valiera con alcohol dentro

25 de julio de 2025 a las 09:55h
Una camarera, sirviendo una copa en un bar.
Una camarera, sirviendo una copa en un bar.

Este domingo hará tres meses que dejé de beber alcohol. La frase, así leída, parece mínima, como quien dice que lleva tres meses yendo al gimnasio, o que ha dejado el azúcar. Pero no es tan simple. Yo, que era parte del mobiliario de los tabancos jerezanos, que pedía un vino blanco como quien pide la hora, que siempre tenía una copa en la mano y otra a medio empezar, me he convertido en una rareza. Una mujer sin copa. Un mueble desmantelado. Y eso, en Jerez, en los bares donde el vino forma parte del aire y del saludo, donde la copa acompaña como un apéndice natural, es un acto casi subversivo.

Los primeros días fueron extraños, por no decir violentos. No violentos en el sentido literal, claro, pero sí en lo simbólico: en lo social. Descubrí, para mi sorpresa, que dejar de beber no solo era dejar de beber. Era levantar un muro entre tú y el resto. Era cuestionar, sin querer, las costumbres del otro. Era tener que justificar algo que en principio debería ser una decisión íntima, personal, tan respetable como dejar de fumar o convertirse en vegetariano. Pero no. Cuando rechazas una copa, el ambiente cambia. La gente se ríe, se incomoda, se ofende incluso. "Venga ya, seguro que escribes mejor con tres copas encima", me soltó un colega, medio en broma, medio en serio. Otra me preguntó si estaba embarazada, ¡a estas alturas! Otra más insistió tanto en que “una sola no te hará daño” que tuve que marcharme del bar para no gritarle.

Y lo curioso, lo que más me duele ahora, es que yo misma he sido así. Yo también he minimizado el esfuerzo de los demás. Yo también he dicho eso de “a un agua con gas no te invito”, como si el gesto de brindar solo valiera con alcohol dentro. Yo también he empujado, con cariño torpe, a quien había decidido no beber. Ahora estoy al otro lado. Y veo con claridad lo erróneo de esas actitudes. Poner la tentación delante de alguien que está intentando salvarse —porque eso es, en muchos casos, lo que se intenta— no es inocente. No es amable. Es una forma de egoísmo social: si tú no bebes, me haces ver mi propio hábito; si tú no bebes, me dejas solo en la costumbre. Entonces te quiero traer de vuelta. Te insisto. Te molesto. No porque me importes, sino porque no sé cómo comportarme si tú ya no eres como antes.

Durante años, yo no sabía que tenía un problema. Bebía como todos: en comidas, en cenas, en las tardes largas, en los brindis cortos, en los entierros, en los cumpleaños. Bebía para escribir, para leer, para socializar, para silenciar cosas dentro. No vomitaba en las esquinas ni faltaba al trabajo. Nadie me lo reprochaba. No me sentía enferma. Y sin embargo, cuando decidí dejarlo, cuando dije "hasta aquí", me di cuenta del nivel de dependencia emocional que tenía con la bebida. No física, quizá. Pero emocional, sí. Y mucho. Me di cuenta también de lo interiorizada que está esta droga en nuestra vida diaria. Porque el alcohol es una droga. Lo dicen todos los manuales médicos. Lo recuerda la OMS. Pero nosotros, en la cultura del brindis perpetuo, lo tratamos como si fuera otra cosa. Como si fuera un condimento de la alegría. Como si el día, sin una copa, no tuviera forma completa.

España es uno de los países europeos con mayor consumo de alcohol. Más del 63 % de los adultos ha bebido en el último mes. Un 13 % lo hace a diario. Y lo más inquietante: según un estudio de 2016, un 17 % de los españoles tiene un patrón de consumo de riesgo, pero solo un 1,3 % cree que bebe en exceso. Es decir, hay millones de personas que se están haciendo daño sin saberlo, o sin querer saberlo. Porque beber está bien visto. Porque en nuestras sobremesas no hay fin sin copa. Porque en los pueblos, en las fiestas, en los cafés, en las noches, en los lunes, en los domingos, siempre hay una razón para seguir bebiendo. Y si no la hay, se inventa.

Decidí dejar el alcohol sola. No fui a ningún grupo. No me ingresaron en ningún centro. Pero aun así, el cuerpo habló. Dormía mal. Sudaba por las noches. Soñaba con copas de vino como quien sueña con antiguos amantes. Tuve ansiedad. Cambios de humor. Ganas de beber, muchas. Pero sobre todo, sentí el vacío de no tener un refugio. Porque eso era para mí el alcohol: un refugio. Una excusa. Un manto. Y no lo sabía. Nadie me lo había dicho. Nadie me había explicado que dejar de beber podía tener síntomas. Que si bebes mucho durante mucho tiempo, la abstinencia te puede incluso matar. Que el alcohol mata más que muchas otras drogas. Pero como tiene código de barras, como se vende en el supermercado, como tiene anuncios con puestas de sol y risas, no lo vemos como lo que es.

He conocido casos cercanos de personas que, al dejar de beber, han terminado en urgencias. Con delirium tremens, con convulsiones, con desorientación total. No hablo de vagabundos ni de clichés cinematográficos. Hablo de padres de familia, de profesores, de médicos. El síndrome de abstinencia alcohólica grave tiene una mortalidad que puede llegar al 15 % si no se trata. No es una broma. No es un “capricho” de quien decide parar. Es una batalla. Es, en muchos casos, una operación a corazón abierto sin bisturí. Y el problema es que el entorno no suele comprenderlo. Porque no hay moratones visibles. No hay jeringas. No hay aliento a crimen. Solo hay una persona que dice “no quiero beber” y un coro social que responde “venga ya, no seas exagerada”. He perdido algunos espacios sociales. No me llaman tanto. Ya no soy la que proponía otra ronda. Pero he ganado otras cosas. Mañanas limpias. Lecturas más lúcidas. Conversaciones más presentes. Una cierta paz. A veces me aburro. A veces, cuando todos están con su copa y yo con mi té helado, siento que estoy fuera de lugar. Que molesto. Que soy una nota discordante. Pero también me digo: si alguien se incomoda porque no bebo, ese problema no es mío. Es suyo. Yo ya cargué con suficiente culpa, con suficiente autoengaño, como para ahora tener que pedir perdón por haberme elegido a mí misma.

No escribo esto para evangelizar a nadie. No quiero que nadie se sienta atacado. Cada uno tiene su proceso. Pero sí me gustaría que, al menos, dejáramos de burlarnos de quien decide no beber. Que dejáramos de presionar. De hacer bromas. De reducirlo todo a una “moda” o a una tontería. Porque detrás de esa decisión hay muchas veces un abismo. Hay lágrimas. Hay miedo. Hay recaídas. Y hay valentía.

Tres meses. Pueden parecer pocos. Y quizá lo son. Pero para mí han sido un mundo. Cada día ha tenido su piedra. Cada brindis rechazado ha sido una pequeña victoria. Me he tenido que reinventar. Redefinir la alegría, el ocio, el descanso. Aprender a estar con la gente sin ese escudo líquido. Aprender a estar conmigo.

Ojalá hubiera sabido antes que se podía vivir así. Que no era obligatorio beber para disfrutar. Que el alcohol no es sinónimo de libertad, ni de madurez, ni de éxito. Es una sustancia. Una potente. Una que puede volverse traicionera. Y lo peor: una que nos enseñan a venerar desde que somos niños. Hay vino en las comuniones. Hay brindis en los colegios. Hay chistes de borrachos en los cuentos. El alcohol está en todo. Y dejarlo, muchas veces, es dejar también una parte de esa cultura. Es empezar a mirar las cosas con otros ojos. Más críticos. Más despiertos.

Si estás leyendo esto y alguna vez te has sentido solo por no querer beber, te entiendo. Si has sentido que te presionan, que te empujan, que no te toman en serio, te entiendo. No estás loco. No eres débil. Estás haciendo algo valiente. Estás nadando contracorriente. En un país donde el alcohol es casi religión, tú estás apostando por algo distinto. Y eso merece respeto.

Yo seguiré caminando. Un día a la vez. Un brindis no brindado a la vez. No sé si siempre podré mantenerme en este camino. Pero hoy, al menos hoy, tengo claro que no quiero volver atrás. Que la mujer que escribe estas líneas lo hace más clara, más fuerte, más libre que la que se sentaba en un tabanco con tres copas encima, creyendo que no tenía problema.

Y si me miran raro, que miren. Yo ya no necesito una copa para tener voz.

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