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Aquel cinco de enero yo tenía once años. Faltaban unas horas para ir a ver la Cabalgata con los primos y aún tenía que comprar el último regalo para mamá en las tiendas del centro.

Este es un pequeño relato antiguo, que retomo para todos los lectores que me siguen y soportan mis exabruptos digitales sobre todo lo que me rodea.

A todos os deseo que coleccionéis recuerdos a los que volver, como un refugio.

Arrimaos a esas personas que os apuntalan el alma, que son calor puro.

Buscad, siempre, unas manos que abriguen.

Tortas de Nochebuena

Aquel cinco de enero yo tenía once años. Faltaban unas horas para ir a ver la Cabalgata con los primos y aún tenía que comprar el último regalo para mamá en las tiendas del centro.

Mientras la dependienta envolvía la cesta de jabones, espuma para el baño y otras chucherías perfumadas, sucedió algo extraño: noté como huía hacia la calle, mi espíritu navideño. Se alejó velozmente de allí. Ya no lo volví a ver más.

Lo busqué entre los adoquines, en las carrozas del desfile, bajo las patas de los camellos, detrás de las barbas postizas de los políticos y comerciantes que ese año encarnaban a los Reyes Magos. Pero nada. Ni rastro.

La fiesta seguía, las luces deslumbraban igual. Pero ya no sentía ese dulce pellizco, en algún lugar de la barriga, o del alma, que antes no me soltaba desde primeros de diciembre hasta la mañana del seis de enero.

Regresé a casa contenta del brazo de papá, con los zapatos pringosos de pisar caramelos, pero fue la primera vez que ese hecho me incomodó. Es curioso, porque antes no le había prestado atención a una tontería así, y no me importaba si me quedaba pegada al suelo.

Al día siguiente, disimulé, y abrí los regalos con entusiasmo. Intenté no disgustar a mi familia, mientras  me concentraba en el soniquete del Sorteo del Niño que retransmitían en la tele, a ver si de ese modo, lograba que el traicionero espíritu regresara, para quedarse unas horas por lo menos. Pero ya era tarde. El tiempo avanzaba, y al día siguiente debía volver a clase. Cuánta melancolía para una niña pequeña…

El panorama era desolador. Yo sabía que no volvería a sentirme como antes.

Ocurrió el justo momento en que supe de dónde venía tanto regalo. Oí con claridad un pequeño golpe seco, contra el suelo. Aquel sonido mínimo fue nítido, determinante: se me había roto la infancia.

Hay quienes lo notamos. Otros van creciendo sin ruido y sin nueces. En mi caso, he tenido la mala suerte de sentir cada chasquido de transición de una etapa a otra.

Se fue diluyendo la tristeza de lo cierto entre libros de texto y rutina.

El verano puso a secar al sol lo que quedaba de la pena. Quizás algunas lágrimas antiguas, cayeron como hojas un otoño.

Llegaron de nuevo las luces, los adornos y los villancicos en las calles. Y otra vez nada. Nada de nada.

Pero un año, el 22 de Diciembre cayó en sábado.

Me levanté temprano, y en el barrio entero sonaban los bombos del Gordo y las voces de los niños en pesetas. Compré el pan para desayunar en casa y el día pintaba distinto. Algo en el aire, en el ambiente, era diferente, y no me refiero a la alhucema que papá compraba en el mercado de abastos, quemándose en el salón.

Por la tarde, apenas a las cinco y media  era de noche. Nos llamó mi madre a su lado, y en la cocina, ya estaban dispuestos los villancicos flamencos y todos los ingredientes para las tortas de Nochebuena que ella había aprendido de la abuela Teresa, y que año tras años, elaborábamos entre todos, aunque  era mamá la que amasaba con magia y misterio.

Harina, naranjas, matalaúva, aceite de oliva, vino fino, miel. Una verdadera fiesta para los sentidos. Toda una invocación que olía a Navidad.

Me asomé al patinillo, y pude comprobar como en otras casas también amasaban pestiños y tortas, y el aroma dulce ascendía hacia el cielo completamente limpio, cuajado de estrellas, igual que el cielo de papel que poníamos en el Belén.

Me encantaba (y aún me encanta) comerme las tortas sin enmelar todavía, crujientes, casi hirviendo.

Una suerte de felicidad compartida, de humo limpio se elevó suavemente, evitó que la campana de la cocina la absorbiera y llegó hasta mí. Se adhirió a mi ropa, a mis manos, y me impregnó el alma. Por un momento, sentí todas las navidades posibles, las de la abuela, las de mamá y papá, las de mis niños soñados, que ahora ya están, y las mías propias desde el origen y para siempre.

Sin ser ya una niña, nunca más, descubrí la capacidad de revivir lo que buscaba. La vida son los nombres recordados, las canciones que no se olvidan, la respuesta emocional a un olor. La Navidad es memoria.

Los años pasan, y somos quebradizos. Se van gastando las etapas y se van  las personas. Si el espíritu y la ilusión deciden alejarse, hay que dejarlos ir. Asumirlo y seguir. También eso es temporal. Pero por si acaso regresa, hay que tener siempre abiertos los ojos y los brazos.

Este año, de momento, espero con alegría el día que mi madre nos llame para hacer las tortas de Nochebuena en su casa, que siempre es la mía. Llevaré a mis hijos y sonarán los mismos villancicos y olerá como siempre. Son los recuerdos del hogar los que nos mantienen a salvo, arraigados y firmes, a pesar del temporal del fuera y en paz, digan lo que digan las noticias.

Feliz Navidad y felices tortas de Nochebuena.

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