Todo está en todo

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

'Paisaje con mariposas (El gran masturbador en un paisaje surrealista con ADN)' (1957), de Salvador Dalí.
'Paisaje con mariposas (El gran masturbador en un paisaje surrealista con ADN)' (1957), de Salvador Dalí.

Pensándolo bien, con la cabeza, científicamente, los místicos de todas las religiones tienen razón. Todo es Uno, Uno es Todo, Todo es Todo, Uno es Uno y sin Segundo. No me refiero a lo difícil que es precisar en términos científicos dónde empieza o acaba un individuo (ahora mismo estoy incorporando oxígeno del aire a mi organismo y expulsando dióxido y otras sustancias que, de ser “yo”, pasan a ser “el medio”). Tampoco que la teoría de las razas sea un mitema colonial, ni que la línea divisoria entre especies emparentadas sea más bien fina, sino que no existen entes distintos en el Universo, salvo si incluimos como “entes” ciertas categorías mentales de una especie un poco lerda autodenominada —pomposamente– Homo sapiens.

Todos debemos hacernos alguna vez la siguiente pregunta (y mejor no dejarla para cuando nos miremos al espejo con cuarenta años y veinte de más): “¿Soy algo más que la suma de mis padres?”. La ciencia y la mística nos dicen que no, que somos la fusión de dos gametos, o células sexuales, que contienen, inscritas en un código invisible, unas pautas de desarrollo. Pero esas pautas ya existían en los testículos de papá y los ovarios de mamá; nosotros sólo las ponemos en práctica, las obedecemos, leemos las instrucciones para poder ensamblarnos. Esas células que generaron mis padres provienen de otras células, y ésas de otras, y en ningún punto se crea materia “nueva”. El resto ¿qué es sino incorporación de sustancias del medio que facilitan esta teleología? 

Lo único nuevo bajo el sol podrían ser las mutaciones. Pero, al igual que no podemos considerar propia una característica heredada, tampoco podemos considerar que una mutación genética, una anomalía automática en la conexión de cadenas de nucleótidos, un fallo mecánico generado antes de que tuviéramos conciencia, sea algo de nuestra propiedad. Y las mutaciones no son imprevisibles, sino que vienen explicadas por las circunstancias de su producción. No nos preocupemos, tampoco ahí hay nada nuevo.

Vislumbramos, así, una continuidad ontológica entre los seres, desde el primero hasta el último. Yo soy (y en muchos casos soy lo único que queda de) mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos, pero también aquellos sufridos humanos que emigraban por llanuras paleolíticas, y el Homo erectus, y el pequeño simio que lo antecedió un millón de años antes, y el lagarto que le dio origen, y los peces branquiados que comenzaron la odisea terrestre, y los tunicados que tal vez originaran éstos, y así hasta la primera ameba. No soy, en otros términos, nada más que la suma de la suma de algunos de sus caracteres. No hay seres nuevos.

Entonces, ¿no soy los árboles, los hongos, las aves, esas criaturas que conviven conmigo en el mundo, o bien los pterodáctilos, los mamuts, aquellos que me precedieron sin causarme? ¿Dónde quedan “mi Amado, las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos”? Pues bien: no son yo, pero, al provenir de un tronco común, son hermanos lejanos. 

Y no tenemos por qué parar en esa primera forma de vida sobre la Tierra, porque, si están en lo cierto las teorías que postulan que la vida es fruto de combinaciones inorgánicas y no de magia espontánea, entonces se debe también a rocas, gases tóxicos, arena, densos fluidos, retazos de viejas constelaciones, ampliando así nuestro número de “hermanos” hasta abarcar todos los frutos del Big Bang, donde, efectivamente, todos los seres y objetos del Universo convivíamos juntos, en una sola dimensión. 

Y aunque la distancia era más corta nos llevábamos mucho mejor que ahora, dicho sea de paso.

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