Todas menos la mía

Un 28 de febrero que a mí me sabe demasiado a infancia. Para mí siempre ha sabido a fiesta, a desayuno de pan con aceite en el colegio

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Una tostada de pan con aceite.
Una tostada de pan con aceite.

Una vez le oí decir al humorista Manu Sánchez que Andalucía era como María Galiana: por una parte, una abuela entrañable cargada de historias y de consejos; y, por otro lado, moderna, transgresora y sabia. Creo que estoy de acuerdo con él. Hay una Andalucía que te abraza, te acurruca y te hace sentir tranquilo. Una sensación totalmente opuesta a la de caminar por el Madrid nocturno, cuando la gran capital se cierne amenazante y agresiva para los que somos de provincias. Hay un sentimiento que, más allá de la poética de saldo que puede albergarse en un flamenqueo —que no flamenco—, te abre las carnes al cruzar hacia abajo Despeñaperros. No sé yo si el cielo es más azul, si los árboles son más verdes o si el sol brilla distinto, pero de lo que sí no hay duda es de que la luz es otra. Y más poderosa.

Para los que nacimos al sur del sur, nuestra casa nos habla con arte, aunque tenga muchas hablas distintas. Tiene las paredes encaladas en la casa familiar y una azotea donde tender las sábanas al sol. Tiene kilómetros y kilómetros de playa, más de un millón de hectáreas de olivos, y montañas con nieve infinita. Tiene gentes que ofrecen su sonrisa a cambio de muy poco y un plato en la mesa de cada paisano. Tiene miles de años de historia y un sufrir cantando que allá por febrero nos hace cantar riendo. Hacemos reír con las verdades más puras, aquellas que solo pueden salir del humor. Hacemos vibrar con cada palo del flamenco que tocamos, que es parte de lo que somos porque está en la esencia de nuestras huellas. Si, como escribió Infante, queremos volver a ser lo que fuimos, no deberíamos olvidar de dónde venimos aunque aspiremos a modernizar nuestros pasos cada día.

Y hablando de días, resulta que hoy es el nuestro. Un 28 de febrero que a mí me sabe demasiado a infancia. Para mí siempre ha sabido a fiesta, a desayuno de pan con aceite en el colegio, a cantar el himno vestidos de verde y blanco en un patio, a gala en la tele autonómica con los cantantes del momento. Siempre me ha sabido a mis abuelos. Hoy me sabe también a tecnología de la NASA en Alcalá de Guadaíra, a las viñetas de un malagueño que se hacen un hueco en Netflix, a los avances de investigación en genética de los médicos granadinos, al ingeniero que prefirió Málaga a Silicon Valley. Y es que hay muchas Andalucías dentro de la mía. Muchas historias de pasado y presente que se dan la mano para mirar al futuro. Lo mismo desde el quejío indomable de un cante que desde un estudio de animación 3D. Andalucía es muchas a la vez y hoy todas me pillan lejos. Todas menos la que llevo conmigo desde que me levanto y en la forma de mirar al mundo. Todas menos la que me impulsa a luchar contra las malas lenguas y los estereotipos dañinos. Todas menos la que me sabe al recuerdo de los ojos de mi abuelo. Todas… menos la mía.

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