Tarija, la Sevilla boliviana

Bolivia parece un país estable, infinitamente más que Argentina. Parece, sin embargo, un país invertebrado, si seguimos las palabras de Ortega y Gasset sobre la propia España

Tarija, la Sevilla boliviana.
Tarija, la Sevilla boliviana.

Señoras y señores tocados con sombrero sevillano, un mercado del que solo queda una puerta de hierro que conduce a un parqueadero y la última sílaba del río que le quitó el puerto a Cádiz, perdón, el Guadalquivir, que es el río no solo de Sevilla sino de Tarija, en el sur de Bolivia. Acá hay un diario en papel, El Andaluz. El fundador de la ciudad fue un sevillano, Luis de Fuentes y Vargas, un señor muy apuesto que luce con espada en la Plaza Principal y apuntando a la medianera entre la Casa de la Alcaldía y la del Concejo Municipal, aunque el nombre de la plaza sea el suyo y ni Plaza de Armas sirva para nada.

Solo hay dos cosas que pudieran realmente molestarme de esta ciudad que despoja a Buenos Aires de su título de delirante ciudad del Río de la Plata: que nada ni nadie consigue que alguien respete un paso de cebra, razón por la que la Alcaldía paga a una tropa de jóvenes que vestidos de cebras intentan sensibilizar por el respeto al caminante. La otra razón es que el aire es irrespirable, gracias a los tubos de escape de los autos, para alguien como yo, acostumbrado a vivir en una pequeña ciudad alemana donde hay más bicicletas que coches, diría. Todo el resto es realidad, genuina realidad en todas sus versiones.

Hoy el viejo Mercado Guadalquivir, abandonado a los autos, es una modernísima galería con letras enormes que nombran también al río. Junto a él, casi en una esquina, una vieja, antigua, casa de adobe pero coronada con techo de tejas cocidas, una arquitectura propia de la época colonial que esconde, en su interior, a Lorenzo Portal y su taller de zapatero remendón; un oficio que debería aumentar en respeto por la sociedad, ahora que botar las cosas a la basura deberíamos pensarlo dos veces. La ciudad atesora edificios de un porte extraordinario, especialmente la Casa Dorada, un lujo propio de un sevillano con plata y aspiraciones a vivir en Florencia sin la incomodidad de tener que caminar por la Piazza della Signoria teniendo tan a la mano, pongamos, la Plaza de España. La Casa Dorada la construyeron una señora, Esperanza Morales Serrano, y un señor, Moisés Navajas Ichazo, entre 1878 y 1903. La emoción, inquietante, que me embargó era la de estar cabalmente en Firenza.

No quedan ahí los síntomas de lo surreal sudamericano, que incluso queda nombrado con una pizzería de nombre Macondo, figura suprema del realismo mágico en la pluma de García Márquez. A unas pocas cuadras de la Casa Dorada, diez, el matrimonio mandó erigir nada menos que un castillo, azul y como residencia de descanso. Su Casa Dorada era el Harrods, sin burla de ningún tipo por mi parte, de Tarija: una casa de comercio al detalle, unos grandes almacenes de la época, que no fracasaron como si lo hizo el verdadero Harrods rioplatense de Buenos Aires, y del que apenas queda un edifico abandonado y triste.

El Castillo Azul, con todo mi enorme respeto por el Palacio Barolo, que llegó a tener su réplica montevideana, el Palacio Salvo, y que es la construcción en forma de edificio del extraordinario poema de Dante Alighieri: La Divina Comedia. El Castillo Azul, que lamentablemente no pude visitar a falta de respuesta de sus gestores culturales, aunque conocí al nieto de sus compradores, que vive en su parte trasera, es simplemente apabullante. Un edificio elegido para diferentes encuentros de escritores latinoamericanos,  incluso con europeos, que convierte a Tarija en una Macondo Sevillana de Bolivia.

La ciudad tiene atractivos, como venía diciendo, de vida genuina, real genuina. La ciudad la hacen las decisiones de su gobernación y la vida que de ellas hacen løs ciudadanøs. Empecemos por mi encuentro a calle abierta con Ramiro, que simplemente me habló delante de la Casa Dorada y en ese momento comenzó un vínculo entre nosotros. Luego conocería a un empleado del Museo Nacional Paleontológico Arqueológico de Tarija. Acá me quedé con la boca abierta y me llevaba las manos a la cara ante, por ejemplo, la figura de un mastodonte o la de un armadillo gigante. Ni hablar del Hombre de San Luis. Un museo que precisa crecer pero no por expansionismo o competición, sino por la necesidad de mostrarle a la Humanidad hechos e informaciones de relevancia. Me duele no recordar el nombre del empleado que me acompañó y se tomó la molestia de explicarme con profusión y pasar de su horario para que yo pudiera irme satisfecho. Con quien conversamos sobre Barcelona y varios lugares más.

Cómo olvidarme de la vida real de les muches que laburan de sol a sol acá y nos atienden en los mercados y en los puestos callejeros, sea por un desayuno de café con pastel o sopaipilla, la mujer que me explicaba pacientemente que el zapallo, la calabaza, se come especialmente los viernes de cuaresma: a tener en cuenta que el calendario europeo y el sudamericano están del revés. Personas en extrema pobreza a los que no les queda nada más que pedir en los escalones de la puerta del mercado. Esto no lo vi en Tupiza, pequeña ciudad, pero sí acá, ciudad grande y donde las dinámicas urbanas se presentan más como son: excluyentes, demasiadas veces.

Me decía un conversador que se unió a mi mesa en el Gattopardo, para quienes no se hayan situado todavía en el delirio italianizante de esta ciudad, local a dos cuadras de la Casa Dorada, que hasta la llegada de Morales las personas origninarias de estas tierras no ingresaban, no podían, en la Plaza Principal. Ahora escribo sentado en el mismo Gattopardo y, mientras como un ceviche peruano y escribo esta nota, veo al fondo a una mujer igualmente sentada y tocada con su sombrero de cholita. Acá los camareros son personas gentiles que hacen bien su trabajo y no son nada serviles, por suerte, ni arrogantes.

La carretera que me trajo hasta acá, desde Tupiza, sí es algo que no repetiré si puede ser. Durante ese viaje por una ruta de tierra, angosta, con una cota máxima que alcanzamos creo que de 4.000 metros, con lluvia, nieve y una avería del colectivo que lo obligó a parar a su chofer en mitad de la ruta y obstruirla, a un lado un arroyo de agua y al otro el precipicio, durante ese viaje creí comprender el significado “que sea lo que dios quiera”. Tarija tiene un aeropuerto que no comunica ni con el de Yacuiba ni con el cercano de San Salvador de Jujuy, una lástima.

Bolivia parece un país estable, infinitamente más que Argentina, su gigante del sur, si atendemos a la estabilidad de su moneda, por ejemplo. Parece, sin embargo, un país invertebrado, si seguimos las palabras de Ortega y Gasset sobre la propia España. Es un país hermoso, sobre todo porque las personas son hermosas. Como las personas en Argentina o en Uruguay, Colombia o Chile. Y seguro que todas las demás aunque no haya visitado sus países. Es deslumbrante, en muchos aspectos.

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