Hace unos dos años, disfrutaba yo de mis vacaciones en una playa cercana con mi pareja cuando llamaron a la puerta. No era mi casa, daba la casualidad de que el termo no funcionaba muy bien, estaba medio dormido… En fin, excusas. El caso es que caí de lleno. Dos ‘maromos’ con pinta de poder cargar más bombonas de butano que yo, uno de ellos con un aire macarra, pero su tarjeta de inspector de la Junta y ataviados con su mono de trabajo, directamente me arrollaron en la puerta. Mientras el primero me enseñaba la tarjeta, el segundo estaba ya en la cocina revisando el aparato. Siempre pensé que hay que ser pardillo o muy garrulo, o una persona mayor y sola, para caer en estas cosas.

El caso es que todo se desarrolló tan rápidamente que yo, lento de reflejos, me quedé sin capacidad de reacción: daba explicaciones a mi pareja de por qué c… había abierto la puerta mientras intentaba vigilar al ‘macarra’ para que no robara nada, a la vez que escuchaba al otro contarme no sé qué de la importancia de las revisiones en verano mientras mi cabeza estaba en otra parte pensando: “En algún sitio he leído yo que te tienen que llamar antes, que esto de las visitas sin previo aviso se conoce como… ¿cómo era?”

Total, para no alargarme demasiado diré que, tras negociar pagarle una parte de la burrada que querían por desmontar y montar de nuevo el termo –luego descubrimos que no estaba estropeado, sino que no sabíamos encenderlo-, me tragué ese sapo que llaman orgullo y aboné estoicamente una cantidad que excedía ampliamente lo que vale un cacharro de esos en Leroy Merlin. Nada más salir ellos de casa y, como diría Antonio Reguera, desearle que se lo gastaran todo en farmacia, mi mano trémula sacó el móvil y hojeó el buscador, mientras un servidor lloraba por dentro de rabia e impotencia: “¡El p… timo del gas!”, exclamé como un iluminado. Dicen que la venganza es un plato que se sirve bien frío y yo, humilde y conformista que soy, me sentí bien vengado hace un par de días cuando leí en este mismo medio que un puñado de vecinos de La Liberación –hasta el nombre de la barriada encajaba- se lanzaron detrás de uno de estos desgraciados.

Casualidades de la vida, llamémosle justicia poética, resulta que la primera en dar el aviso y líder de la jauría vecinal fue la madre de un buen conocido mío. Inmediatamente vino a mi memoria el título de una canción de Kiko Veneno que no escuchaba desde hacía mucho tiempo: ‘Superhéroes de barrio’. Aunque él hablaba, creo recordar, de personajes como “el hombre lobo de Pino Montano”, el nombre de la canción me pareció más que apropiado. Al final, la Policía logró detener al individuo. Seguramente no le pasará nada, según leí, porque resulta que las empresas en las que prestan sus ‘encomiables’ labores son legales. Sé que es un magro consuelo, pero espero que el tipo pasara un mal rato de verdad. Espero que, aunque sea, se le quite una ínfima parte de las ganas de resolver su vida a costa de destrozar la del prójimo. Espero que un día las leyes puedan hacer algo contra este tipo de gente. Y, de corazón, espero que los dos tipos que me hicieron aquello, en aquel apacible y cálido verano, se lo gastaran todo en farmacia.

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