Suelta, suelta

Soltar es decir adiós sin querer hacerlo en el fondo. Es aceptar que ya no hay sitio para esa foto, ese vídeo, esa persona, ya sea en tu vida, en Drive o en la memoria interna del móvil

Un usuario, manejando una aplicación móvil.
10 de septiembre de 2025 a las 10:09h

La semana ha estado complicada: me he cambiado de teléfono móvil, después de sufrir los desplantes de uno que no cumplió ni la fecha de obsolescencia programada. A pesar de ser una fan convencida de lo ideal de los cambios en la vida, justo el de cambiar de móvil me genera una mezcla raruna de ansiedad y torpeza, aliñada con la sensación de estar controlada por mil claves y contraseñas y coronada con un apego a toda suerte de fotos, audios y demás material guardado. Que por cierto a veces no se guarda por más copias de seguridad que hayas hecho, por lo menos a mí siempre me ha pasado.

Pero como tengo amigos de esos que son una suerte y tienen una paciencia infinita, el traspaso de información se ha hecho con pocas pérdidas y no demasiada ansiedad, solo la justa para no querer cambiar de móvil nunca jamás. Admito que el nuevo me ha hecho ojitos y le he cogido ya cariño, para qué voy a mentir si luego todo se sabe.

Una de las cosas que he perdido por ahora es la conexión con mi reloj, ese que también me controla los pasos, el pulso, si he dormido bien y a punto ha estado de controlarme las ganas de no ser controlada; en realidad ahora que lo pienso, lo que más me gusta de mi reloj es que me lo regalaron los Reyes Magos porque mis hijos se lo escribieron en la carta del año pasado. Bueno, y que da la hora con números del tamaño de mi pulgar, así que igual no llamo de nuevo a mi gente para eso y me quedo sin saber si he tenido un sueño reparador o si he llegado a diecisiete mil pasos. Creo que podré soportarlo.

He perdido también algún vídeo, audio o foto porque salen varios iconos con un adjetivo demoledor: archivo incompatible. La verdad es que no recuerdo qué podrían ser, así que es evidente que puedo seguir viviendo sin ellos.

Si algo he aprendido a base de fruncir las cejas con cada clic en la pantalla, es a sorprenderme por lo evidente; comprobar que se han guardado cosas que se suponía que se iban a guardar ha sido como abrir el grifo del fregadero y comprobar que hay agua después de varias horas sin que salga ni una gota, como pasó en la campiña sevillana este verano y en mi calle, por la rotura de una tubería.

Y a soltar. Qué verbo más complicado de aplicar. Soltar es decir adiós sin querer hacerlo en el fondo. Es aceptar que ya no hay sitio para esa foto, ese vídeo, esa persona, ya sea en tu vida, en Drive o en la memoria interna del móvil. Por eso he tardado en meterme en el papel de Escarlata O´hara versionada y decir: “A Dios pongo por testigo que jamás volveré a confiar en este móvil”. Soltar una pantalla, una forma de llegar a los mensajes de Whatsapp o al correo me ha costado más de un agobio, y todo para comprobar que hay formas mejores, más directas y fáciles de llegar a tu objetivo sin tanto estrés.

Pero soltar de verdad, cuando no hay amigos que te ayuden porque solo lo puedes hacer tú, es muy doloroso. Llegar a la conclusión de que ese recuerdo o situación te está haciendo la vida un poquito más difícil sin necesidad es el principio de un camino complicado, con idas y vueltas, cruces que crees imposibles y curvas cerradas. Y un día, de repente, llegas. No sabes por qué, pero sientes una especie de vacío en el cuerpo que no te apena, sino que te alivia. Como cuando tienes un brazo engarrotado y después de mucho trabajarlo por fin lo puedes mover.

Soltar merece la pena, definitivamente. Es dejar espacio para que entren otros aires más frescos y renovados, con la alegría que da haber sentido todo lo anterior. O una ducha fresca después de haber sudado mucho; no describiré esta imagen porque seguro que sabes a qué me refiero, habrás sentido la ligereza de después, la energía y el relax que da desprenderse de lo incómodo.

Cuando sueltas a personas, por ejemplo, lo ideal sería acostumbrarte a ponerlas en otro lugar de tu vida simplemente, y vivir con eso. En realidad no sueltas a nadie, sino al recuerdo que no te dejaba avanzar. Jamás podré soltar a mis padres del todo, o a mis parejas y amigos, pero sí a la sensación de pérdida que tanto daño hace. A eso sí que se le debería dar una vuelta y encuadrarlo en otra estantería emocional que no genere mucho polvo.

Es cierto que soltar implica arriesgar, pero si echas cuentas entre lo que lleva la Tierra girando, los años que te quedan y lo poquito que nos está costando cargarnos a la Pachamama, no me parece que arriesgar sea un deporte extremo. Más difícil sería, a todas luces, quedarnos en un bucle donde lo difícil de aceptar sea una constante.

Así que voy a hacer otro Marie Kondo, archivístico esta vez, y no voy a intentar recuperar nada de lo perdido, el nuevo móvil me lo agradecerá. Aprovecharé que la cámara es una maravilla y haré nuevas fotos pero pocos vídeos, que ocupan mucho y lucen poco, porque poca gente es receptiva cuando le quieres enseñar un vídeo de cinco minutos de lo bien que cantó la clase de tu hijo aquel villancico hace cinco años.

Y ya que estoy voy a hacer una limpieza a fondo de fotos de comidas de restaurantes a los que no volveré o volveré, pero sin acordarme de lo que comí, y me quedaré con una de las mil setencientas cuarenta y tres versiones de todas las fotos de grupos y selfies. No diré cuándo que me conozco, pero soltar, soltaré, y llegará este pobre teléfono feliz y lozano al final de sus días en mi poder. Le daré mejor vida que a los otros ahora que no me agobio al perder, o al menos lo intentaré. Escrito queda.