Hay un territorio dentro del feminismo que aún cuesta nombrar: el lugar donde las mujeres también nos herimos. No desde el privilegio, sino desde la herida. No desde el poder masculino, sino desde los restos del poder que el patriarcado nos ha dejado como migajas y que, a veces —consciente o inconscientemente—, convertimos en armas entre nosotras. Porque la santa virtud de la perfección tampoco nos pertenece.
Simone de Beauvoir escribió que “no se nace mujer: se llega a serlo”. Esa frase, tan citada, encierra una trampa luminosa: si ser mujer es una construcción, también lo es todo lo que hemos aprendido sobre cómo tratarnos. Y lo que el patriarcado nos enseñó fue a competir, a compararnos, a sospechar unas de otras. Por eso, cuando una mujer daña a otra, no lo hace desde una naturaleza corrupta, sino desde una historia aprendida. Somos producto de un mundo que nos entrenó para sobrevivir, no para confiar.
Veo, a menudo, rencores que no curan nunca. Grupos que se forman según el odio que se tienen unas a otras. Círculos donde la causa común se confunde con la lealtad personal y donde el desacuerdo se castiga como una traición. A veces, el feminismo se convierte en el escenario de esa contradicción: el lugar donde luchamos por liberarnos del poder, pero lo reproducimos una y otra vez, como en esas guerras que decimos no querer pero que muchas perpetúan —en silencio o desde la comodidad de las redes sociales—.
El grupo, el colectivo, la causa… pueden ser refugio o jaula. Y cuando el dogma sustituye al pensamiento, la sororidad se convierte en vigilancia.
No importa cuánto evoluciones, cuánto te revises o cuánto intentes sanar: si decides no someterte, incómodas. Y cuando incómodas, se castiga. A veces con ruido, otras con el más absoluto silencio. Pero el castigo siempre llega, disfrazado de coherencia, de justicia, de compromiso.
Sin embargo, si miramos con honestidad, ese impulso de control no nace en el vacío. Nace del mismo orden que nos jerarquiza desde niñas, del sistema que nos enseña que solo hay sitio para unas pocas, que el reconocimiento es escaso, que el amor social hay que ganárselo. Es el patriarcado actuando dentro del cuerpo del feminismo, como una sombra que aún no hemos aprendido a exorcizar.
Kate Millett definió el patriarcado como una política sexual: un sistema de dominación que se infiltra en la intimidad, en los afectos, en el lenguaje. Y quizá la tarea pendiente del feminismo no sea solo abolir las estructuras externas, sino también despatriarcalizar nuestras formas de vincularnos. Eso exige aprender a disentir sin destruirnos, a acompañar sin poseer, a sostener sin dominar.
No basta con proclamarse feminista; hay que practicar el pensamiento libre, la duda, la ternura y la posibilidad del error. Porque cuando el feminismo se convierte en ortodoxia, pierde su potencia emancipadora. Y cuando la disidencia entre mujeres se castiga más que la violencia de los hombres, algo esencial se ha perdido por el camino.
Yo no quiero un feminismo de pureza, sino de conciencia. No uno que expulse, sino que piense. No uno que exija sumisión, sino que invite a crecer. No uno que niegue el conflicto, sino que lo asuma con dignidad.
El patriarcado no se derrumba solo con leyes o discursos: también se derrumba cuando una mujer deja de repetir sus gestos en nombre de la justicia. Cuando renuncia a humillar, amenazar o señalar a otra como enemiga. Porque liberarnos —de verdad— es dejar de perseguirnos entre nosotras.


