Solo un idiota creería que puede cabalgar a lomos de la bestia
Solo un idiota creería que puede cabalgar a lomos de la bestia

Durante décadas, la izquierda ha llamado facha a tantas personas que, cuando han aparecido los fascistas de verdad, resulta muy difícil de explicar el peligro real que estos encierran. Pero no es algo exclusivo del guerracivilismo español. La llamada ley de Godwin es una formulación del abogado estadounidense Mike Godwin según la cual toda discusión online que se alarga tiende a acabar incluyendo una comparación con Hitler o los nazis. Lo mismo de nuevo: hemos comparado tantas cosas con los nazis, que cuando llegan comportamientos que recuerdan demasiado al germen del totalitarismo, parece que estamos dando una importancia exagerada a cosas que realmente no tienen. Pero lo cierto es que nos encontramos en un momento realmente preocupante de la historia.

Durante los años de presidencia de Donald Trump nos hemos dado cuenta de que, en una sociedad polarizada, cada bando defiende a los suyos sin importar el disparate, la mentira o la aberración que estos digan o hagan. Nadie lo sabe mejor que el propio Trump, que sintetizó esta terrorífica idea en una no menos terrorífica frase: “Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a gente y no perdería votantes”. Este borreguismo que tan mal habla de la esencia misma del ser humano se ha demostrado cierto. Y la historia nos dice que es así como empieza el desastre que acaba conduciendo al totalitarismo.

En mi opinión, la culpa nunca está exclusivamente en el líder carismático que arrastra a una sociedad hacia el totalitarismo, ni tampoco en quienes le siguen fielmente hasta el infinito y más allá. Una gran parte de la responsabilidad la tienen aquellos que no creen en las ideas de dicho líder pero las defienden pensando que les conviene hacerlo, aquellos que frivolizan sobre su gravedad, y aquellos que simplemente contemporizan con él pensando que pueden domar a la bestia. Idiotas, en el sentido más griego del término.

En la llegada de Hitler al poder en Alemania —sí, ya ven que estoy cayendo en la ley de Godwin, pero lo considero justificado—, hay que asignar buena parte de la culpa, por ejemplo, a Franz von Papen, líder del partido conservador que compartió el primer gobierno presidido por Hitler, quien propuso al viejo presidente Hindenburg dicha coalición desde la creencia de que podrían mantener el control. Lo mismo puede decirse de la prensa nacional e internacional, que consideró mayoritariamente un mal menor el gobierno nazi. Por supuesto, Hitler hacía lo suyo intentando tranquilizar a monárquicos, militares, junkers, etc. Quién podría decir lo que pasó después, ¿verdad? Pues el caso es que lo que iba a pasar estaba hasta por escrito; solo había que saber y querer leerlo. Y por este motivo los Juicios de Núremberg acusaron no solo a los jerifaltes políticos del nazismo, sino también a militares, jueces, empresarios o médicos, muchos de los cuales probablemente no fueron nazis convictos, sino patéticos ejemplos de lo que Hannah Arendt llamó la “banalidad del mal”.

El asalto al Capitolio del pasado 6 de enero no fue simplemente una protesta. Tenemos a un líder político repitiendo una mentira sin indicio o prueba de ningún tipo, pero que sirve para deslegitimar la esencia misma de la democracia; intentando convencer a responsables políticos, militares y judiciales para subvertir el resultado electoral; y finalmente llamando de forma explícita a la insurrección. Tenemos a congresistas —electos bajo ese mismo sistema democrático— repitiendo o siguiendo la corriente a esa cantinela, a sabiendas de que no tiene sustento argumental alguno. Tenemos a grupos organizados y armados defendiendo esta teoría según la cual la futura Administración Biden no sería legítima al ser resultado de una conspiración. Y tenemos a 74 millones de votantes dispuestos a creer lo que diga Trump aunque no tengan evidencia alguna de ello.

Tenemos, pues, todos los ingredientes para el intento de subversión de un resultado electoral que, lejos de ser ajustado, es contundente: 7 millones de votos y 74 compromisarios de diferencia. Y tratar de subvertir un resultado electoral mediante la fuerza no es una protesta; en términos de objetivos, es un golpe de Estado. La idea misma de que el Congreso o el vicepresidente podían decidir no refrendar el resultado de las urnas es profundamente antidemocrática. Sumémosle masas enfurecidas y violencia y no tendremos algo tan diferente a la marcha sobre Roma que encumbró a Benito Mussolini en Italia. Sí, así de grave.

¿Querían la inmensa mayoría de los congresistas conservadores que sucediera algo parecido a lo que sucedió? No tengo duda de que no. De hecho, ahí andan ahora, intentando desligarse de Trump como buenamente pueden. Pero eso no los hace menos responsables. Impulsaron una mentira, una que deslegitima el corazón mismo del sistema democrático, colaboraron con la erosión del sistema democrático y convirtieron a los adversarios políticos en enemigos, y defendieron algo que sabían perfectamente falso y absurdo. Ellos lo hicieron por frivolidad o por conveniencia electoral; y eso, en mi opinión, los hace tan culpables como a Trump, que probablemente sea simplemente un lunático. Porque creemos que no pasa nada, que la democracia se mantendrá siempre. Pero no. La democracia es una anomalía histórica. Es débil. Quizá no se la pueda derribar de un solo golpe, pero se erosiona fácilmente. Y cuando algo se va poquito a poco erosionando, llega un momento en que es fácil de derribar y no hay nadie dispuesto a mancharse las manos para defenderlo.

El problema más grave está, por tanto, en que tendemos a frivolizar sobre el riesgo que suponen estas cuestiones. Cualquier movimiento de extrema derecha ha traído consigo a personas que creían que era posible domar a la bestia, que había que asumir parte de su ideario, que era necesario contemporizar. El problema es que estas actitudes, lejos de reducir el peso de estos movimientos, les otorgan parte de razón y los legitiman. Y cuando la bestia ya está legitimada, devora a estos pobres diablos. Volviendo a la marcha sobre Roma de Mussolini, la convocatoria explícita de una manifestación patriótica vino de Luigi Facta, primer ministro italiano, intentando jugar al ultranacionalismo para evitar que el fascismo tomara el poder. Cuando se dio cuenta de que Mussolini le había comido la tostada, quiso declarar la ley marcial y mandar al Ejército contra Mussolini. Era demasiado tarde, o eso debió pensar otra figura trágica que ejerció como colaborador necesario del fascismo, el rey Víctor Manuel III.

La verdad importa. Y no se puede frivolizar ni contemporizar con el fascismo. Comparar, como han hecho algunos políticos y periodistas españoles, el asalto al Capitolio con la convocatoria Rodea el Congreso es un insulto a la inteligencia. Y, ojo, personalmente siempre me pareció desacertado el simbolismo de rodear el congreso —tanto cuando lo hizo la izquierda como cuando lo hizo la derecha, que ambos han estado ahí— y directamente ridículo ir a protestar al Parlamento andaluz el día después de unas elecciones, por mucho que me repugnaran sus resultados. Pero, como he intentado argumentar, estamos en otra cosa.

Y no creo que ni Carlos Herrera ni Albert Rivera ni Pablo Casado deseen vivir en un país totalitario. Lo digo con sinceridad. Y estoy seguro de que creen que frivolizar sobre estos temas es solo parte del juego democrático. Pero, ay, la democracia se va erosionando al tiempo que la extrema derecha se va normalizando y legitimando. Seguramente, y ojalá me equivoque, algún día llegue a pasar algo que les haga recular, como ahora están haciendo los congresistas conservadores estadounidenses cual ratas que escapan de un barco. El problema es que, para entonces, quizá sea demasiado tarde. Porque, al menos en el caso de Estados Unidos, no está nada claro que el asalto al Capitolio sea el último estertor desesperado del populismo trumpista. Con un auténtico ejército —armado— defendiendo sus postulados y 74 millones de votantes dispuestos a creer cualquier cosa que diga, probablemente solo estamos ante el comienzo. Ojalá me equivoque.

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