Sabes por experiencia que siempre puedes apretar un poco más. Que no va a ocurrirte nada si lo llevas al límite. En el peor de los casos sufrirás uno de esos derrapes esperados que te llevarán el corazón a la boca. Porque lo más curioso es que, cada vez que te pones al volante, rezas para que suceda ya que te proporcionará esa dosis de adrenalina que vas ansiando durante toda la semana. Sabes que el sexo —y no siempre— te ofrece esa sensación de control y poder pero que al ser entre cuatro paredes —las mismas de siempre— apenas te alcanza ya para unos pocos segundos de triunfo. Luego será más de lo mismo. Cada vez menos de lo realmente único.
Tus brazos en tensión muestran la disciplina propia de los invencibles. Con las ventanillas cerradas indicas que sólo hay lugar para estar atento a los rugidos del motor. El coche silba sobre la carretera de plástico como las avispas silban sobre las cabezas de los bañistas.
Hay margen para más porque aún te sigue adelantando el mismo coche de siempre, ese que es más rápido que tú y que se hará con tu lugar en el mundo. Y aunque creas ver en él a una familia entera —detenidos en una fotografía feliz que jamás tendrás— tú seguirás distinguiendo únicamente a tu rival eterno, con los brazos en tensión como tú y esa cabeza echada hacia un lado —tan característica de tu fanfarronería— burlándose en ese caso de ti.
Por ese motivo —no lo puedes soportar— decides aplastar el acelerador. Tu paisaje se convierte en una espiral de un único color. Te has hecho de golpe con uno de esos agujeros negros que habitan en la Tierra. Ya no vas a ningún sitio, pero es que nunca te importó lo más mínimo. Sólo te vale llegar el primero, antes que nadie, antes que tú mismo. Simplemente porque temes llegar. ¿Para qué? ¿Más de lo mismo? Cuando a ti te encanta esconderte en tu madriguera y no sacar la cabeza en días.
En tu cueva te sientes el amo del mundo, pero en el mundo de los vivos no eres nada. Así que te ciñes a encasquetarte tu casco invisible mientras tu mujer te aconseja por enésima vez de que no corras, a achinar los ojos como uno de tus luchadores de Hollywood favoritos y olvidar el freno ya que desacelerar sobre el abrasador asfalto de tu puto infierno sería quedar reducido a tu más mínimo expresión: un cobarde que se las da de valiente cuando tiene vidas que gastar y que llevarse por delante.
Pero tu rival —lo peor de tu sombra— ha decidido dejarlo. Te abandona. Tú no quieres saberlo, pero simplemente se ha detenido en la estación de servicio por cansancio o como en este caso, simplemente, ha llegado a su destino. Pero a ti no te alcanza y en el siguiente minuto que te queda vas a pensar que has conseguido derrotarlo finalmente en esa carrera fraticida de viejos desconocidos y apretarás el acelerador a fondo para celebrar tu victoria sin salida ya que nunca te bastó con derrotarlos.
Pero como al drogadicto te volverá a faltar el tiempo y buscarás otro contrincante digno de ti, pero en esta ocasión tu mujer no tendrá los segundos necesarios para avisarte de que un perro está cruzando la carretera. Como tampoco tendrán tus hijos la oportunidad de crecer y distanciarse lentamente del padre —de ti— que los condujo a su perdición.
