Qué fascinación debieron sentir nuestros antepasados cuando el primer artista esbozó sus pinturas en las paredes de las cuevas o cuando escucharon las historias que alguien narraba alrededor del fuego. Descubrieron el poder mágico de las imágenes para apoderarse de sus animales totémicos y el poder de la narración para introducir orden en el azar e imponer un sentido a los acontecimientos. Con esta capacidad de representar no sólo lo real sino también lo posible a través de imágenes y palabras nos convertimos en animales simbólicos.
Abandonamos la inmediatez de la conciencia animal que vive en el aquí y en el ahora para pensar en el pasado y en el futuro a través de la historia y los proyectos. De estar sujetos al orden natural pasamos a dominar la Naturaleza imponiéndole nuestras ideas. Devenimos seres de la representación, del reflejo, reflexión del mundo en nuestra conciencia, el gran poder ya que no necesitábamos tener presentes las cosas porque las sustituimos por representaciones pero también la gran pérdida porque abandonamos la vivencia directa de la realidad.
La capacidad generadora de ideas e imágenes de nuestra mente corre el riesgo de convertirnos en seres ficticios y pensar que esas representaciones son la realidad. No se trata de renunciar a lo que nos ha hecho humanos sino de recuperar lo que hemos dejado atrás. No es luchar contra la mente, es nutrirla desde la vida, ni contra el ego, es integrarlo en el conjunto de la vida, de no ser una ola aislada en mitad del océano. Conectar la representación con la presencia.
¿Cuál es la experiencia más real que podemos tener? Sometidos a las ideas de la mente, no vivimos sino que pensamos, los sentidos son también la interpretación del mundo que hace nuestra mente de los estímulos que recibimos. Existe una experiencia no filtrada por nuestras interpretaciones, una experiencia inmediata, directa, no pensada sino vivida: sentir la vida en nosotros. Algo tan obvio que no caemos en la cuenta. Para ver ese fondo vital hay que calmar la agitación mental de la superficie. Descubro así que lo mejor de mí no es mío, es dejar que fluya a mi través la fuente común de la vida, ser cauce, manantial de vida.
Contemplar la vida en nosotros es entrar en el templo de nuestro interior para sentir la raíz común que conecta todos los seres. Quizás volver a la Naturaleza sea recuperar en nuestro interior la mirada serena del animal que vive en el presente y en la presencia, sentir la vida sin la extrañeza de pensar, penetrar en su secreto transparente. Sin la savia vivificadora de esa raíz común, el yo se encierra en sus límites y ese aislamiento implica sufrimiento y choque con los límites de los demás. Un yo que ansía vivencias novedosas cuando lo extraordinario no es consumir vivencias sino la forma de vivirla cuando ésta se ilumina desde la conciencia de la vida compartida. Surge así la sabiduría como la comprensión profunda de la vida. Podrá haber inteligencia artificial pero nunca habrá sabiduría artificial.
Las fuentes humildes de la Sierra se pierden sin cuidados, labor que suelen realizar los pastores para dar de beber a su ganado y de paso al resto de vivientes. Nuestra fuente interna que brota de los veneros comunes también necesita desbrozarse del ruido interior y exterior y quitar obstáculos para aflorar luminosa. Como la fuente escondida de San Juan de la Cruz. Qué duda cabe que un entorno natural y cultural sano favorece su brotar fecundo y lleva a la admiración de las personas que hacen permeables los límites de su ego y se abren a causas universales defendiendo la vida común y sus manifestaciones más genuinas como la cultura rural tradicional. Personas que no sólo cumplen con lo obligatorio, no dañar el desenvolvimiento de la vida sino que alcanzan lo excelente, cuidarla y mejorarla.
Éstas son palabras torpes que sólo pueden sugerir desde la metáfora la vivencia radical de que al sentir la vida en nosotros participemos de la vida común. El pensamiento discursivo se queda en las puertas y no puede traspasarlas. Se puede denominar energía, vida, espíritu. Creo que está en la raíz de un sentimiento originario que las religiones tradicionales degradan al personificarlo y hacerlo trascendente. Esta conexión y ligazón es inmanente, descentra al individuo de su importancia personal y le da sentido. El sentido de la vida es sentir la vida. Y guía ética pues ¿no es la libertad seguir los dictados del corazón? ¿Y el corazón no palpita al ritmo de la vida?


