La vida a mediados del siglo XX: generosidad, honestidad, esfuerzo y sacrificio

Si mis padres hubieran antepuesto su bienestar al futuro de sus hijos e hijas no nos hubieran enviado a estudiar, no tendríamos estudios universitarios la mayoría de los hermanos

María del Carmen Álvarez Marín

Maestra y escritora.

Una imagen de arado en tiempos de Posguerra en Sevilla. FOTO: Wikimedia
Una imagen de arado en tiempos de Posguerra en Sevilla. FOTO: Wikimedia

La sociedad ha cambiado tanto que ya nada tiene que ver con la que era en el tiempo en el que nuestras madres y padres, abuelas y abuelos trabajaban a pleno rendimiento; eran felices y soñaban con un futuro lleno de posibilidades para sus hijos e hijas. La mayoría de las cosas han cambiado para mejor, pero otras como los valores de generosidad, honestidad, esfuerzo y sacrificio se han ido difuminando como una foto antigua que ha pasado por muchas generaciones.

Los más jóvenes sabréis por los libros que, a mediados del siglo pasado, España estaba inmersa en una dictadura aislada del mundo exterior, ajena a los adelantos que se producían en países de nuestro entorno. Un régimen dictatorial católico y militar en el que la mujer, recluida en casa, ejercía un rol de esposa y madre. Su papel consistía esencialmente en ser una excelente ama de casa y madre. ¿Qué chica de hoy en día aspira a ejercer este rol? Tengo la esperanza de que la respuesta sea ninguna.

Recuerdo a mi madre y a tantas como ella, que se sacrificaron hasta límites insospechados por criar a unos hijos e hijas sanos y fuertes, dándoles una educación que les permitiera vivir dignamente en un entorno de escasez. Con la esperanza de que pudieran ganarse la vida con menos sufrimiento del que ellas habían tenido que pasar. Algunas vivieron la guerra. Casi todas, una posguerra de hambre y pobreza que dejó casi desiertos muchos rincones de Andalucía. A veces tengo la sensación de que ni siquiera hubo una guerra, de que solo existió en las historias que las personas mayores me han contado, pero ya quedan pocas personas que guarden en su memoria la historia viva de aquella etapa. Vamos a perder experiencias de vida muy valiosas de las que deberíamos aprender y pasar de generación en generación. Los libros de historia no hablan de hombres del campo sencillos e indefensos que fueron a luchar sin saber muy bien a dónde iban, que no pudieron elegir un bando porque no entendían de bandos, solo de tierra, de ganado, de olivos y de huerta. También sabían de tratos, de construcciones y ventas pues para que un pueblo funcione se necesitan varios oficios y todos se complementan.

Una mujer mayor, de mi pueblo, me contó una historia sobre una cuchara que me impactó bastante y creo que representa muy bien la humildad de muchas familias andaluzas en aquel tiempo de posguerra. Cada miembro de la familia tenía su propia cuchara y debía procurar no perderla porque esa sería la única cuchara que tendría mientras viviera bajo aquel techo. Las familias que podían pagar al chatarrero ponían las iniciales en su cuchara las que no, buscaban la manera de marcar la suya. La señora, a sus 90 años, recordaba con nitidez que su cuchara no tenía iniciales, pero ella le tatuó una “C” de Caridad —así se llamaba— con un alambre. Se borraba cada vez que la fregaba con ceniza que hacía brillar el metal como si de oro se tratase.

Aunque a los más jóvenes os cueste trabajo comprender, la mujer era percibida como un ser emocional e irracional con escasas dotes para los trabajos que requerían habilidades técnicas o de liderazgo. El hombre, no debía hacer ninguna tarea en el hogar puesto que se consideraba un signo de poca masculinidad. En muchos de los hogares que yo conocí mujeres y hombres trabajaban codo con codo, de luz a luz, semana tras semana y año tras año.

Las mujeres tenían muy pocas oportunidades de trabajar fuera del hogar y ganar su propio dinero, con lo cual dependían de sus maridos completamente. Esta situación empeoró la vida de tantas y tantas mujeres que fueron maltratadas bajo la mirada cómplice de las autoridades que debían defenderlas. Afortunadamente mi padre era un hombre respetuoso y valoraba el papel fundamental que ejercía mi madre, como tantas mujeres, era la que administraba la economía doméstica. Los hogares que prosperaban eran aquellos en los que ambos colaboraban en la medida de lo posible sin tener en cuenta las convenciones sociales.

El trabajo hace a la mujer poderosa e independiente. Es evidente que aún hay mucho por hacer ya que existen grupos que no reconocen la violencia de género ni tampoco creen que exista el bien llamado “techo de cristal”.  Hay grupos que sienten miedo a perder los privilegios que han venido disfrutando a lo largo de la historia y responden con agresividad y ceguera ante una evidencia que ya nadie puede frenar.

Actualmente somos demasiado individualistas. Nos olvidamos del otro y anteponemos nuestros propios deseos a cualquier otra cosa y eso no siempre es bueno. No quiero que se me malinterprete, solo digo que me parece egoísta, incluso egocéntrico, pensar en uno mismo, en el YO cómo principio que gobierne tu vida: Yo quiero, yo me siento, … y nos olvidamos de las personas que nos rodean y que cuentan con nosotros. Cuando tienes amigos, familia, etc.… entran a formar parte de ese YO y por lo tanto las decisiones que tomes deben tenerlos en cuenta. Este individualismo nos lleva a pensar solo en el presente, pero es en el presente cuando se construye un mañana por lo tanto si queremos tener un futuro debemos construirlo hoy.

Esta corriente de exaltación del yo, ha provocado que cada vez más personas vivan solas, que no sepamos quién vive en el piso de al lado o cuáles son las circunstancias de mi compañera o compañero de trabajo. Que no seamos capaces de ocuparnos de nuestros mayores y dedicarles el tiempo que ellos se merecen. En la época de nuestros padres esta situación era impensable, necesitaban unos de otros para sacar el trabajo adelante, las personas mayores ocupaban el mejor lugar en la mesa. A pesar de que han pasado muchos años seguimos necesitándonos, aunque de distinta manera, el ser humano es un ser social y necesita de los otros para ser feliz. Es evidente que hay situaciones en las que no cabe otra opción que la de estar solos ya que la convivencia se hace imposible debido a diversos factores en los que no voy a entrar.

En la época de nuestras madres y padres existían muchos hogares en los que la pobreza era extrema, pero estaban repletos de felicidad porque para ser feliz no se necesita ni un céntimo. La felicidad no tiene precio, ni se compra ni se vende. Algunos creen que sí, pero se están engañando a sí mismos. El dinero solo sirve para disfrazar la angustia, la tristeza, el vacío que sentimos en nuestro interior sin saber justificarlo. El dinero sirve para crear la ilusión de la felicidad, pero solo es eso, una ilusión que se desvanece cuando el dinero se acaba. ¿Cómo distinguir entonces la verdadera felicidad de la que solo es un espejismo? Eso únicamente lo saben aquellas personas que han conocido ese sentimiento único de bienestar y plenitud a pesar de no tener nada: ninguna posesión. Yo lo conocí cuando solo era una niña, mi madre me lo enseñó.

Si mis padres hubieran antepuesto su bienestar al futuro de sus hijos e hijas no nos hubieran enviado a estudiar, no tendríamos estudios universitarios la mayoría de los hermanos. Somos doce y éramos una familia muy humilde. Dar estudios a tantos niños y niñas resultaba muy costoso aunque tuviéramos becas de estudios pero de lo que no cabe duda es de que mis padres fueron un ejemplo de sacrificio, esfuerzo, honestidad y generosidad.

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