En el jardín

El emigrado, en cierta medida, ha perdido su tierra, sus raíces. No es del todo de donde nació, después de tantos años fuera, ni pertenece plenamente a la tierra de acogida

Víctor Ortiz Somovilla en plena naturaleza.
26 de julio de 2025 a las 08:13h

En el jardín de la casa de mi padre, Leonardo, recibimos a Fernando, emigrado a Sevilla desde sus inicios profesionales, que retorna en los meses de verano a Ojacastro con su esposa Manuela, una sevillana con mucha gracia y salero que se ha integrado muy bien con las vecinas y ha dinamizado las actividades veraniegas de la Asociación de Mujeres, y que ahora convalece sin muchas ganas de fiesta.

Fernando está recogiendo información sobre la emigración que se produjo en el siglo XX, la primera ola allá por los años 50, no muy numerosa, hacia Sudamérica. Y la gran emigración a partir de los años 60, que vació las aldeas y el pueblo con destino a las capitales más próximas en busca de trabajo.

Mientras algunas ciudades comenzaron a despegar, a despertar de la somnolencia en la que quejó España la dictadura de Franco, las zonas rurales fueron, no abandonadas a su suerte, sino intencionadamente asfixiadas para proveer de mano de obra barata a la creciente industria y la construcción.

Las graves carencias en educación y salud, en la electrificación y la adecuación de los caminos que unen las pequeñas poblaciones dificultaron el progreso acompasado de una economía casi exclusivamente agraria. Pero es que hubo medidas expresamente destinadas a asfixiar las pobres economías, como la plantación de especies arbóreas foráneas, eliminando el acceso a los mejores pastos de las pequeñas localidades y perjudicando notablemente el desarrollo natural de nuestros fértiles bosques caducifolios. Y aunque en un primer momento parecía compensarse con el trabajo, mal pagado, en la plantación, después vinieron las graves multas cuando el ganado accedía a las zonas en la que siempre había pastado.

En el proceso de recoger información visita con frecuencia los archivos municipales y de otras entidades, pero sobre todo busca en la memoria de los mayores para recordar cómo era vida en las casas entonces. Y va recorriendo cada casa, cada familia, registrado quien vivía allí y dónde fue a parar. Y de paso surgen muchas pequeñas historias sobre la actividad agraria, sobre los pequeños negocios, sobre los proyectos que no fructificaron.

Él ya ha perdido a sus mayores, sin haberles preguntado lo que ahora le gustaría preguntar, por eso acude con frecuencia a la conversación con mi padre, que a sus 95 años parece que recuerda cada detalle desde que nació como si fuera de ayer. Y lo narra con la emoción que le produjo y con la serenidad y alegría que le permite la distancia.
Eso nos ha acercado y me cuenta el objetivo y la estructura de su obra, todavía sin título definitivo, que quiere maquetar bien, con letra grande para que puedan leerla los mayores, de la que hará unas decenas de copias para regalar a los amigos.

Tendrá 25 capítulos, pero todavía no he conseguido entender la organización. Por generaciones, por temas, … No sabe bien el hilo conductor. Incluirá una relación de términos singulares actualmente en desuso. Incluirá fotografías suyas, las que le ha facilitado el Ayuntamiento, que las recopiló de los vecinos que quisieron aportarlas, de nuestra vecina Allende, que las ha buscado y conservado y generosamente las facilita.

Por ahora ha recopilado fotos, copias de documentos y las notas manuscritas que va tomando. Lo hace cuando puede, cuando tiene ánimo y ya necesita comenzar a dar forma a toda la información para entender el alcance de su trabajo y ver las carencias que encuentra. Le ayudaré en la medida que pueda.

Algunos de los capítulos serán autobiográficos, me dice, y también hablará de su padre, Martín, amigo de mi tío Críspulo, ambos fallecidos hace años, que coincidían pastoreando sus rebaños por los pastizales de Monte Grande, Monte Mayor y San Quilez.

Curiosamente, los emigrados no hemos cultivado el contacto con nuestros paisanos en las tierras de acogida, tal vez estemos muy dispersos, pero ahora nos une el recuerdo de lo que dejamos y que ya no está. Gran parte de los jóvenes que tuvimos la oportunidad de estudiar en los años 70, hemos desarrollado nuestra actividad profesional fuera de la tierra que nos vio nacer, en la que ha quedado nuestra familia, y tal vez nos sintamos en deuda por haber dado lo mejor de nuestras vidas en otras tierras y para otras gentes, que también nos han acogido y enriquecido culturalmente.

El emigrado, en cierta medida, ha perdido su tierra, sus raíces. No es del todo de donde nació, después de tantos años fuera, ni pertenece plenamente a la tierra de acogida, por mucho que se identifique con la cultura, el paisaje y la población de su entorno. Y algo impulsa a recuperar lo que ya no es posible, a devolver lo que nos dio. Y ve todo con otra mirada, tal vea lo que no ven los que siempre han vivido aquí, y siente la necesidad de entender, de recordar, de mostrar su visión, de contar lo que sabe a sus habitantes.
Estoy rodeado de pajarillos, los siempre presentes gorriones, los mirlos, los colirrojos tizones, echo de menos hoy a los territoriales petirrojos.

En la hora de la siesta van saliendo los vencejos. Ahora vuelan alto, pero esta mañana, que estaba nublado, pasaban como balas a ras de los tejados y del suelo. Me ha sorprendido ver entre vencejos, golondrinas y aviones comunes a un avión roquero, de color marrón, que parecía empeñado en comer todos los insectos que nos rodeaban. Y como tenemos una buitrera muy cerca, en la Peña de San Torcuato, hemos visto la salida de la tribu cuando se han retirado las nubes y ha comenzado a calentarse el aire y a formarse las imprescindibles térmicas que les permiten elevarse.

Mi padre sabe muy poco de las aves, bueno, sabe mucho, pero desconoce muchos aspectos. En su infancia los pajarillos, todos, eran para comer si podían capturarse y de las aves más grandes había que protegerse y proteger a los animales domésticos. Hoy me decía que está escuchando un canto parecido al del cuco, que aquí llamamos pecú, le mostré el sonido del autillo y no es el que decía, después le mostré el de la abubilla y lo reconoció. Es el sonido que escuchaba y hace mucho tiempo que no ve abubillas, pensaba que ya no venían por aquí, como la paloma torcaz, tan abundante en su infancia y ausente ahora. Pero, se corrige, cómo voy a verlas, si ya no salgo del pueblo, mis piernas no dan para ir más lejos.

Si le acompaño llegamos un poco más lejos, hasta el cauce del río Oja, por el oeste, o hasta la parcela de las nogueras (nogales) por el este. Venían grandes bandadas en otoño a comer los frutos silvestres, especialmente las africes, o ayucos, el fruto dulce de las hayas. Las que se cazaban recién llegadas tenían la carne amarga, según decían porque venían de comer el fruto de la hiedra. A medida que comían las africes la carne se tornaba deliciosa. Quizás demasiados cazadores durante muchos años hayan contribuido a su casi desaparición. Recuerda que le contó su padre que una tarde vio un haya muy grande totalmente cubierta de palomas y decidió madrugar al día siguiente para cazar algunas, la caza era un ingrediente de la dieta, importante aporte de proteína. Cuando llegó, a punto de amanecer, encontró muchas palomas muertas por la caída de una rama que no pudo soportar tanto peso y aplastó a muchas que dormían. Volvió a casa a por un saco y tuvieron paloma para una semana.

Estoy observando al colirrojo tizón que no para de revolotear a mi alrededor, del tejado al ciruelo, del ciruelo al peral, a la barra del columpio, a los rosales, explorando en el césped. Debe estar próxima la salida de las aludas, que es todo un espectáculo, nutricio para los pajarillos, que emergen de los hormigueros en grandes cantidades, trepan por una hierbecilla y emprenden el vuelo. Los hormigueros ya se están agitando y las pequeñas hormigas están más agresivas. Me levanto un momento de la mesa y el colirrojo se acerca al ordenador, seguro que sabe que os hablo de él y siente curiosidad por lo que os digo. Aquí me quedo absorto siguiendo sus movimientos.