Cívicamente campero

Campóloga.

Un fruto recogido del bosque comestible.

Mi infancia es rural, he pasado mi niñez sobre tierra.
Jugando con tierra, enfangada, trepando árboles, los meses de verano descalza. He dormido con cantos de nanas y grillos, con cuentos de padres y de abuelos. He comido melones del melonar, huevos de corral, lechugas del huerto, carne sin sufrimiento. He soñado mucho, he imaginado más, he crecido y he marchado a la ciudad.

Mi juventud es urbana, he pasado mi juventud sobre asfalto.
Jugando con aire, asfaltada, sumergida en subterráneos, los meses de verano de festival en festival. He dormido con cantos de motores y sirenas, con cuentos de amigos y de amores. He comido películas de cine, música de concierto, obras de escenarios, arte con sufrimiento. He estudiado mucho, he leído más, he crecido y he vuelto a las raíces.

Cuál es mi sorpresa en mi época universitaria, cuando buscando en el diccionario de la Real Academia Española los términos rural y urbano, me encuentro como segunda acepción lo siguiente:
rural. 2. adj. Inculto, tosco, apegado a cosas lugareñas;
urbano. 2. adj. Cortés, atento y de buen modo.
Mi abuela Bella Acosta es una mujer rural, es la persona con mayor cultura en sangre que he conocido, posee una elegancia natural que embelesa, y siente un apego muy fuerte por su familia y las tradiciones. En la ciudad he conocido a personas dotadas de cortesía, atentas y de buen modo, así como mucho urbanita inculto, tosco, apegado a cosas irrelevantes.
Afortunadamente en 2014, eliminaron en la nueva edición de la RAE, la segunda acepción tan desafortunada para el mundo rural.

Tanto la experiencia rural como la urbana son de tremenda importancia en la vida de cualquier persona. Ni un espacio es mejor que otro para vivir, depende del proyecto de vida que tengas. Ni la cultura de conocimiento, aquella sesuda, de estudios y, profesiones, es mejor que la cultura en sangre, aquella habilidosa, de artesanía y, oficios.

Recalco mucho la importancia de vivir en un siglo, el XXI, que está derrumbando mitos, desmoronando estereotipos, despertando un encuentro de dicotomías fascinante. Somos cada vez más los jóvenes que mientras nos formarnos en una profesión, nos estamos formando a la par en un oficio. Somos jóvenes que estudiamos y que no enjaulamos aquello que nos motiva, por muy poco valorado que esté en el mercado laboral o en la sociedad de consumo.

Recuerdo mis primeros años como campera profesional, cuando me encontraba con gente del pueblo conocida que me había perdido el rastro. Me preguntaban sobre cómo estaba, qué hacía, si había terminado mis estudios, a la respuesta de “estoy trabajando en el campo junto a mi padre”, observaba en sus caras tristeza, y escuchaba en sus ojos “pobrecita, tanto estudiar para venirse al campo”.
Me divertía la situación, ellos con un halo de pena al saberme en el campo, yo más feliz que un cochino en un charco, trabajando en el campo. Procuraba alegrarles el rostro explicándoles que estudié políticas y en esos años reforcé mi pasión, trabajar la tierra, con la naturaleza, y aprender de una especie indígena europea en peligro de extinción, la campesina, mis abuelos, estaban vivos, y tenía mucho que aprender de ellos y de la madre Tierra.

El campo es el espacio que unifica los pueblos y las ciudades, desde este espacio llamo a la fusión del mundo urbano y el rural, a ser urbanorurales o viceversa, a ser cívicamente camperos, a ser ciudadanos del campo, a desarrollar la cultura de conocimiento y la cultura en sangre.

Llamar, del verbo hacer juntos.

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