Sangre

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No sé cómo lo supo pero conforme la mujer iba subiendo atropelladamente los escalones de la escuela adiviné, en su rostro de mil noches abiertas, que había estado guardando sus palabras y sus miedos celosamente hasta que pudiera encontrarme.

Llegó sudando como sudan los que padecen; nada de perlas en la frente sino chorros de fuego en las sienes que le impedían abrir totalmente los ojos.

“Mi hijo es diabético, como tú”. Me soltó la confesión como si yo fuera uno más de su familia cuando solamente la había visto dos veces en mi vida.

“Tiene siete años. Es muy joven, ¿no te parece?”. A estas alturas sé que nada es lo que parece ni debería de ser. “No se preocupe. Las cosas han cambiado mucho”. Pero no, las cosas en el fondo no han cambiado nada desde hace años.

Seguimos levantándonos muy de mañana -aquellos al menos a los que nos importa nuestra sangre- para inyectarnos en el brazo sin nada de hambre. Autómatas. Porque comer sin apetito es lo peor que se le puede hacer a un ser humano; te va convirtiendo lentamente en una máquina de tragar -callada y bruta- que sólo persigue la supervivencia más inmediata.

Luego están los números -en un desorden cósmico y cómico- que describirán el vaivén del día y del humor. Un trescientos cincuenta pixelado taladrará en silencio tus órganos. Un ciento diez azul metálico dará sentido a todo lo hecho hasta ese preciso momento. Un nubloso cuarenta y cuatro me acercará al precipicio del desmayo y me conducirá al caótico “yo lo sé todo” en el que acabas convertido cuando estás a punto de morder el suelo. Y tu hijo a tu lado viéndote..., o no se lo permites si quieres retrasarle el caos y aquello que no se puede contar en tres palabras como los cuentos.

Esto es más difícil. El mal del azúcar es siempre un ahora, ahora y otro ahora machacante que no deja respirar ni pensar. Si te permites descansar... estás acabado.

“Han sacado una cosa nueva que va implantada en...”. Me mira como si yo fuera médico y pudiera curar a su hijo del mal de este siglo. “Sí, algo hay” me limito a decir. Y claro que algo hay... todo un negocio de muerte. Agujas, tiras, insulinas de tantas marcas y colores, medidores de glucosa..., tanto y tanto. Seis millones de diabéticos en España que enriquecen a los laboratorios cuando ya tenemos al alcance la ciencia exacta para acabar con esta pandemia mundial de una vez por todas.

Pero no. No porque yo, tú y el hijo de ella y los hijos de tus hijos somos un número redondo; un cero perfecto que tiene los días contados a su manera. “¿Qué me aconsejas que haga? Está resultando más complicado de lo que pensamos”. ¿Y qué le digo a la madre de un niño de siete años? ¿Que no salte, que no corra? “Tranquila, ya verás cómo sacan algo”.

Pero nadie de nosotros dice nada. Nadie hace nada como si nuestra vida no estuviera en sus sucias manos.

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