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La excusa para arrasar el lugar, que se utiliza como bandera, es el carácter franquista del edificio, como si todo lo que se construyó desde 1939 al 1975 hubiese que ser destruido por el mero hecho de ser edificado en una época políticamente ignominiosa. 

La persona que me enseñó a amar el lugar donde nací no era gaditano, vivió en Francia en el exilio por ser de familia republicana y era sacerdote marianista. El padre José Unzueta nos llevaba por el casco viejo de Cádiz y se paraba en sus murallas, en sus castillos, en la lápida de la calle la Palma donde marcaba el nivel del agua que invadió la ciudad durante el maremoto de Portugal y nos explicaba la riqueza y la historia de la ciudad. Era un tiempo difícil, en la época del desarrollismo franquista, donde el valor de las excavadoras estaba en alza y se prefería levantar grandes edificios a conservar el delicado y abigarrado casco histórico. Al poco tiempo se irguieron enormes bloques, entre ellos los de la Alameda, que a punto estuvieron, a través del contagio de esa fiebre mal llamada del progreso, de afear todo el perímetro de la urbe y convertir la capital en una población ramplona e insulsa, sin singularidad. Llegó la transición y la democracia y estos movimientos especulativos fueron frenados, hasta el punto que se impidió el relleno de torres entre Cortadura y el caño del río Arillo.    

Pero el peligro de perder el patrimonio histórico siguió latente. Así, en el año 1992 se planteó por parte del Ayuntamiento derribar el balneario de la Palma, único ejemplo de los balnearios de los años 20 del pasado siglo, porque se argumentaba que no tenía ningún  valor arquitectónico y por la baja calidad del hormigón armado con que estaba construido. Gracias a voces en contra, este error no se cometió y sus elegantes cúpulas bulbosas han podido contemplar el esplendor de ser escenario de películas muy comerciales, como la del agente 007 Die another day con la aparición icónica de Halle Berry saliendo majestuosa de las aguas que bañan la construcción.  También otros inmuebles, por dejadez y falta de mantenimiento de la Administración, pueden desaparecer en un futuro a manos de las piquetas, como la antigua Escuela Náutica.

Ahora la amenaza se cierne sobre el edificio de la Aduana. Esta singular, recia y señorial edificación fue inaugurada el 27 de octubre de 1959 y diseñada por el arquitecto, asignado al ministerio de Hacienda, Manuel Ródenas. Su rareza consiste en que es un testigo tardío del estilo ecléctico historicista que predominaba durante el franquismo y es, por tanto, fiel reflejo de ese periodo, testimonio de una arquitectura del régimen, que apenas ha perdurado y que se concibió respetando la armonía del entorno. Posiblemente podría ser el emplazamiento perfecto para rodar nuevas películas de la época. Ya en 2008 la Junta aprobó su derribo, pero, tras una amplia respuesta ciudadana en contra, se evitó su pérdida. El Gobierno de Andalucía dio marcha atrás, en base a dos informes de historiadores de Sevilla y Madrid que resaltaban el valor del edificio, y que derivó que esta finca se incluyese en el Catálogo de Patrimonio Histórico Andaluz.

Su emplazamiento está en la Plaza Sevilla, junto a la estación de tren, todavía en fase de remodelación. Tras el anuncio de la instalación de un centro comercial y gastronómico en el vestíbulo de la estación, los tambores de destrucción han vuelto a sonar, ya que, aunque no se manifiesta abiertamente esto para no dar pistas sobre la injerencia del poder económico, el edificio molesta para la visualización de los negocios previstos. Ahora la excusa para arrasar el lugar, que se utiliza como bandera, es el carácter franquista del edificio, como si todo lo que se construyó desde 1939 al 1975 hubiese que ser destruido por el mero hecho de ser edificado en una época políticamente ignominiosa.

También argumentan que el conjunto arquitectónico afea el lugar, pero, en cambio, callan cuando saben que se va a erigir en el propio vestíbulo un hotel demasiado alto, con varias plantas por encima de la simetría del área, y no les importa nada ese parche. Además ¿qué quieren hacer con los servicios administrativos del edificio y con el personal, más de cien funcionarios, cuyo traslado generaría más gasto público? La Aduana debe estar frente a los muelles o muy cerca para soslayar engorros y para agilizar los diversos trámites del despacho de documentación sobre el control de mercancías, que es su misión principal (aparte de ser la sede de la oficina gestora de los impuestos especiales y de la policía del Servicio de Vigilancia Aduanera), pues su ágil gestión crea riqueza y evita gastos a las empresas. Como mucho y como solución intermedia, sin apenas coste, se podría derribar el almacén anexo al edificio (siempre que no se considere imprescindible), como ya se hizo en su día en la Aduana vieja, hoy Diputación, lo que crearía casi 20 metros de espacio libre. Con ello se conseguiría un equilibrio visual entre la Aduana y la Estación de trenes y se evitarían, a la vez, daños irreparables. ¿Ganará la especulación y los intereses económicos de unos pocos?

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